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Raúl Mendoza

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Escribir con nombre propio, sea una novela, un poemario, un ensayo, un artículo, es engendrar un hijo, lo saben aquellos que han gozado la fragancia de la ruma de papeles que llega de la imprenta o quienes se leen en el Diario habitual. Escribir para uno es trabajarse, escribir para otros es explorar y amplificarse.

La pandemia produjo una caída del PBI, millones perdieron sus empleos y muchos negocios quebraron. Las prioridades son distintas desde un café miraflorino. El liberal de izquierda no verá la pobreza de quien se cuela para pedirle unas monedas, verá la desigualdad. Su justicia es el ras. Demasiado valorativo, ignora el peso de la economía y la importancia de la locomotora empresarial.

Solo podía concebirlo Hitchcock en alguna de sus películas. El vértigo o la acrofobia, o ese miedo de ser invadidos que nos subyuga en Los Pájaros. Si la vida real fuera hoy una película del maestro del suspenso, titularía

Tenía el hábito de recoger mis notas con el mal augurio en la boca. Era un ritual de fe inversa. “Me van a jalar en este examen” concluía con una buena nota. Aplicado a varios sorteos extrañamente ganados precedía un “tengo mala suerte”. Era una provocación al destino, pero la negación de la feliz profecía daba resultados.

La cultura dominante de las últimas décadas ha sido de izquierda, ese amasijo de estrategias para que el estudiante deconstruya. La deconstrucción pone todo en duda hasta dejar a la sociedad en el vacío y sobre ese vacío se siembra.

Al intelectual miope se le voltean los ojos cuando la población LGTB es objeto de escarnio, y está bien; pero reniega con sorna de quien ve en el celibato una forma de vida. Juzga la vida según sus antipatías políticas. Gusta del bullying y de la burla porque es mayoría en su microcosmos virtual. Si te injuria lo encaras en la calle y se derrite. Espéralo en su puerta.

Hay la mentira compulsiva, que es patológica y hay la del astuto que va por la vida tratando de sacar ventaja o esconder sus faltas. La patología tiene un contenido moral relativo con relación al taimado que trata de ganar a nuestra costa mintiendo. Este no es un inimputable aunque haya banalizado la mentira.

En la noche oscura, el hombre contempla una pequeña luz. Invicto, pese a las heridas que le pueblan los ojos, mira a los hombres caer, eran los desesperanzados, los que creyeron que no saldrían de ese campo Nazi, los que no se encendían, los que no veían más allá ni engendraban una pasión.

Cuando un maestro fue elegido parlamentario, su teléfono no dejaba de timbrar y detrás de cada felicitación había una solicitud. Tras el golpe del 5 de abril, era él a quien no querían ver. ¿Quién quiere estar mal con el poder de turno? Lo que hoy es dejarte en “visto” en WhatsApp, era antes un interminable timbre al otro lado.

¿Qué es trascender en la literatura? Quizás esa pregunta estuvo lejos de la mente de Cavafis cuando escribía sus poemas para regalárselos a sus amigos y trascendieron. Kafka no creía que sería celebrado, no se cumplió la orden de quemar su obra y es hoy el gran escritor que es.

Alguien repite: “pero si todo el mundo está haciendo su vida”. Sí, lo veo en Instagram, veinteañeros en el restaurante o multitudes en el barrio chino. Le reitero que hay una variante del virus y que es mucho más veloz en su capacidad de contagio. Hemos llegado en camas UCI y hospitalizaciones al peor momento de 2020. La afirmación es concluyente, pero no hay disposición de escuchar.

Atravesamos una grave crisis y todos tientan la reinvención. Joe Girard se encontraba desempleado en 1963. Tenía una familia que sostener. La deuda hipotecaria le reventó en el rostro. ¿Te has encontrado de pronto frente a un abismo? En ese supuesto, muchos quieren dar un paso y caer. Eso hizo Girard y su familia.

El siglo XXI nos descubrió un sinfín de comodidades tecnológicas. Llegó con fuerza Internet y el Smartphone. El cable sumó el streaming. La vida para una generación que hoy bordea los veinte aprendió a recibir y con el confort “entendió” que tenía derecho a todo.

Nada debería entusiasmar más a un intelectual al que le tienta iluminar, que dirigir la Biblioteca Nacional. Más allá de la red de bibliotecas o de la promesa de un museo del libro, es el rescate de algo que se está perdiendo: el amor a la lectura, a esa lectura tradicional o a la entonación animada del que frasea a Arguedas o a Vargas Llosa.

“Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”, se lee en La peste, de Camus. Pocos obtienen una lección más allá del sentimiento de incertidumbre.

Las telenovelas brasileñas nos mostraban la realidad como es y no como el dramón mexicano la estiraba hasta convertir a sus personajes en estereotipos y sus secuencias en un conflicto de buenos y malos inverosímiles, todo con final feliz. Así no es la vida y que me perdonen mis amigos mexicanos. Brasil cambió las reglas de juego, pero ese es el pasado.

Me preguntaban sobre el temor a la muerte. La pandemia nos volvió a ese tema, tan sensible a algunos que padecemos de esa crisis respiratoria imaginaria (ansiedad), que con la covid-19 soplando en la espalda se convirtió en una amenaza real.

“Escribe sin pensar en tus lectores”, me decía un maestro. Años más tarde me decía que si alguna vez tengo un programa radial no hable para ganarme al público, que no se trata de quedar bien con nadie. Lo volví a encontrar y alargaría: “No hables para ganarte la opinión de nadie y menos de las empresas que te auspicien”.

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