“Guíate con la montaña”: crónica de Bogotá
Poesía une a los pueblos.
Por Harold Alva
Llegué por primera vez a Bogotá en abril de este año. Por mi vieja labor de gestor cultural tuve el privilegio de conocer a los más importantes de sus poetas contemporáneos. Como muchos miembros de mi generación crecí leyendo a Andrés Caicedo, Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez. En ese orden. Fue el Nobel, sin embargo, quien determinó mi vocación en un oficio que me ha entregado vida y voluntad para hacer del vuelo un estado permanente de creación. Vivía en la montaña cuando lo leí, por eso su narración me resultó familiar. “Cien años de soledad” no fue, para mis catorce años, la cumbre del realismo mágico, sino la confirmación de que mis experiencias no eran realmente extraordinarias.
Estaba de paso a Nueva York cuando aterricé por primera vez en Bogotá. Salí del aeropuerto temeroso por mi vieja arritmia y la amenaza del mal de altura. Generosa, su clima fue de lo más amable. Así se portó a mi retorno. Con el furor del rayo, y el asombro singular de los relámpagos, aprendí a descubrir su cielo y su política. Yo estaba en Colombia, la tierra donde murió Bolívar. Llegué asediado por el mayor de los motivos, deslumbrado por la materialización del arte, por la correspondencia sutil e intensa de una historia que me devolvió a la poesía, a su vano oficio.
Un mes después, gracias a la invitación del poeta Federico Díaz-Granados, fui jurado del IX Premio Nacional de Poesía Obra Inédita organizado por la tertulia literaria de Gloria Luz Gutiérrez. Durante esa visita conocí al narrador Andrés Mauricio Muñoz, a las poetas Luz Mary Giraldo, Carolina Bustos, Yirama Castaño y Amarú Vanegas. Me reencontré con Sthépane Chaumet, poeta y traductor francés radicado en Pereira, con Ramón Cote Baraibar, a quien no veía desde octubre en el XVI FIP de Poesía de Granada, con mis queridos José Luis Díaz-Granados, Santiago Espinosa y la periodista Diana López Zuleta. “¿Dónde estás hospedado?”, preguntó amable Yirama. “En el Radisson”, respondí. “Para tu próxima visita, tienes las llaves de mi casa”, finalizó, generosa y hospitalaria.
Colombia le ha dado a mi experiencia la posibilidad de tener en mi catálogo a voces realmente contundentes. He tenido el privilegio de publicar a Jotamario Arbeláez, Rafael Patiño, Federico Díaz-Granados, Andrea Cote Botero, Lauren Mendinueta y Victoria Sur. Y, en la colección digital de la Municipalidad de Lima, a los poetas José Luis Díaz-Granados, Ramón Cote Baraibar, Juan Felipe Robledo, Eliana Maldonado Cano y Lucía Estrada. Once autores que hablan de su diversidad y de la potencia de una literatura que le ha entregado a nuestro proceso pilares como José Asunción Silva, León de Greiff, Luis Vidales, Gonzalo Arango, María Mercedes Carranza, Juan Gustavo Cobo Borda y Carmelina Soto.
Mi tercera visita fue en junio, al concierto de Victoria Sur y Nicolás Ospina, en el Teatro Mayor donde, acompañado por Luz Mary Giraldo, Yirama Castaño y Andrés Mauricio Muñoz, confirmamos el talento de una de sus cantoras más poderosas y de uno de sus más versátiles pianistas. Estuve de paso en julio, con la edición de “Tocado por la lluvia”, mi libro de poemas. Vine, por quinta vez, en agosto invitado al XVI FIP Luna de Locos, de Pereira, fundado por el eterno Giovanni Gómez y dirigido por Luz Dary Gil, su valerosa madre; y al XV Festival Internacional de Literatura Las Líneas de su Mano, organizado por la agenda cultural del Gimnasio Moderno, dónde me reencontré con José Alfredo y Alfredo Pérez Alencart, fundador y director de los Encuentros de Escritores Iberoamericanos, con Héctor Hernández Montecinos, director del Siglo de Oro de la Poesía Latinoamericana, Néstor Mendoza, el poeta de “Ojiva”, y Héctor Ñaupari, mi hermano de Neón.
Lo que sería una escala en Bogotá, convirtió mi más reciente visita en una estadía en la que llevo más de una semana. Ante la inminente imposibilidad de continuar el rumbo hacia España, llamé por teléfono a Yirama Castaño. “Hola, Harold, ¿qué más?”, “¿Sigue en pie la propuesta de tu llave?”, pregunté. A lo que la poeta de Santander respondió con la más honesta y valiosa hermandad en un momento cuando necesitaba de un gesto que me ayude a sostener lo que ha sido mi vida durante los últimos tres meses. Solo la providencia sabe por qué eligió esta ciudad a la que he retornado seis veces.
Estoy en Chapinero alto, un barrio tradicional desde donde he aprendido a conocerla. He caminado toda la séptima como quien la cruza para entender sus paredes grafitadas y el contraste de la modernidad con esos techos de tejas a dos aguas que me recuerdan las casas de la sierra peruana. He recorrido la Caracas, el Park Way, he visitado La Candelaria, su barrio bohemio, he aprendido a distinguir sus calles y carreras, custodiado por la montaña. “Mi madre me enseñó que cuando sienta que me pierdo, me guíe con la montaña”, precisó Yirama. Eso es lo que he hecho todos estos días. En La Macarena, Quinta Camacho, Palermo, La Soledad, Teusaquillo, Galerías, Usaquén; cada vez que sentí que me desorientaba, he retornado la mirada a la montaña.
Bogotá ha fortalecido mi fe por los poetas. Cómo no con acciones como las de Yirama, la sabiduría de sus consejos, su vida como una hermosa lección de solidaridad, su poesía como un lienzo para entender el prodigio de sus imágenes, la descripción de su experiencia en un poema tan fundamental como “El mirador de la paloma”, con el que nos transporta a esta ciudad de antiguos linotipos. La vitalidad de María Del Rosario Laverde, la esperanza de Amparo Osorio, de “Migración de la ceniza”, con quien pasé toda una tarde escuchando las canciones que marcan nuestras vidas.
Hay en Bogotá lluvia para escribir. Por eso su poderosa tradición. Alguna vez en mi juventud, lector incurable de biografías, me sorprendí con la vida de Bolívar, no entendí su viraje separatista, me conmoví con su relación con Manuela Sáenz, y sentí dolor por su muerte en Santa Marta. No sé cuál será el destino de nuestros pueblos, pero sí puedo afirmar que el corazón de América Latina es su cordillera, ese gigante que la cruza como quien se inclina para abrazarnos, para mirarnos cara a cara, para decirnos que hay mucho más que un manojo de poemas agitando nuestras vidas. Más allá de las diferencias ideológicas, son otras las venas que nos unen: la amistad, el respeto, la solidaridad, son las banderas que me recibieron. Con esas banderas me quedo.
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