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El gran Oswaldo

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Fecha Publicación: 02/06/2023 - 21:00
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Un sol tibio, sol de invierno, pero sol al fin, se levanta para saludar la partida de Oswaldo Reynoso, el gran novelista de los cincuenta, profesor universitario y maestro consagrado de los bares de Lima, en especial del Palermo, uno de los templos del saber y el afecto de la Lima de los setenta, y de al menos tres décadas sazonadas con el limón perfumado de la medianoche en lo profundo de un pisco legítimo.

Lo conocí cuando yo tenía 17 años, en Arequipa, en mi departamento que era ancho como un barco en medio de la tempestad, donde se reunían los poetas de mi generación. Un día se apareció Oswaldo, el mito hecho palabra viva, paso y carcajada de jazmín, libro de palabra alada, y se convirtió en el estandarte de los muchachos que entonces nos sentíamos grandes poetas pero que solo estábamos al inicio de un camino incierto.

Oswaldo era un hombre radical, preciso, esclarecido, nada de medias tintas, decía las cosas tal y como son, sin ambages, eso le trajo grandes inconvenientes. En una ciudad de hipocresías y círculos cerrados, donde la envidia trunca o hace lento el éxito de los grandes la cosa es seria. Estuvo en una feria del libro en Bogotá y sufrió la impudicia de ser atropellado por los coordinadores peruanos de la feria, que sobrepusieron a escritores marketeros sobre su inmensa figura, e hicieron del recinto de la feria una catedral para Morgana, la hija fotógrafa de Vargas Llosa. La denuncia era parte de su vocación, había estudiado en el colegio San Francisco, pero no sabía callar. “Yo no soy escritor –decía–, soy un artista de la palabra”. Y lo era, sí que lo era. Un labrador incansable, incandescente, un hombre destinado al pulimento de la palabra y de las ideas.

Amigo entrañable del poeta Washington Delgado, a quien le ofreció las palabras de despedida; es decir, intentó hablar en el Patio de Letras de la Casona de San Marcos, pero un nudo de silencio asfixió esas cuerdas bucales que trinaban como alondras en cada madrugada, en ese gordo blanco y velludo pecho cervecero. Y luego el Apu Yaya Jesucristo por el coro de San Marcos. Opositor de Juan José Vega en la Cantuta, y más tarde su gran amigo, también hablo en Lurín, a la partida del gran historiador.

Lima extraña su ancha sombra, su paso cansino en los inviernos, su larga cabellera de león arequipeño. Pero ante todo su vitalidad, su coraje, su alegría. Uno bajaba en cualquier recodo de las carreteras del Perú y allí estaba con los pulmones hinchados del más puro oxígeno, sentado en la cantina de un pueblo remoto, con los jóvenes de allí nomás, todos eran sus amigos. Su fe en la literatura, en la palabra y en la belleza. Tal vez alguna vez aparezca un editor extraordinario, o un ministro culto que sepa incorporarlo a los planes lectores que renacen de vez en cuando como exóticas mariposas. Hoy día las calles se me mueven, no reconozco algunas, he dejado mi GPS, en algún lugar que no recuerdo.

Por Omar Aramayo

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