El pueblo nunca se equivoca
El domingo pasado, Martín Vizcarra señaló en una entrevista que los actos realizados por el Congreso de la República se ceñían a lo que la ley los facultaba; empero, recalcó que para él eso no era lo conveniente. En una democracia madura sería impensable que un gobernante declare que el cumplimiento de la ley es relativo o inapropiado. Pero como somos una sociedad que mayoritariamente siente apego patológico por el autoritarismo golpista, entonces, pasamos por agua tibia este desliz antidemocrático de Vizcarra.
El lunes pasado se anunció la disolución del Parlamento bajo el paraguas de una “interpretación auténtica” de la Constitución. Hemos preferido mirar hacia otro lado ante un acto que socava el orden constitucional vigente y elimina el equilibrio de poderes. Para justificar el atropello constitucional perpetrado se he recurrido al populismo constitucional y a la trillada frase “la voz del pueblo es la voz de Dios”. Esto último es lo que repiten como loros aquellos que no tienen mayores argumentos para justificar su poco talante democrático o buscan avalar cualquier atrocidad cometida en nombre de ese pueblo veleta del que todos somos parte. ¡Lamentable!
Es esa precariedad ciudadana de la que adolecemos lo que nos lleva a avalar lo hecho por Vizcarra, pues con ello disolvemos lo que nos recuerda a diario nuestra reiterada incompetencia para elegir democráticamente a aquellos políticos de los que luego nos queremos deshacer por vías antidemocráticas. Ese negacionismo sería la razón para que también pasemos por alto, por ejemplo, que algunos miembros del Tribunal Constitucional vulneren el debido proceso y adelanten juicio respecto del proceso competencial que sugirió la OEA para determinar si lo hecho por Vizcarra realmente es constitucional o legítimo.
Pero como ya tomamos una posición subjetiva sobre el tema, entonces, no censuraremos el accionar convenido de estos jueces que tienen un juego político propio y que aprovechan la coyuntura para atornillarse en sus cómodos banquillos pese a que su mandato ya caducó. Quizá ahora se entienda mejor por qué la simpatía por la democracia viene en franca caída en nuestro país. Este sistema de gobierno no solo concede derechos, también impone obligaciones ligadas al ejercicio de los primeros. Nos encanta exigir derechos, pero cuando de obligaciones se trata ¡nada!
Esa sería la razón del por qué vemos con simpatía a regímenes golpistas o autocráticos, pues con estos se nos releva de las obligaciones que la democracia impone. La responsabilidad deja de ser colectiva y recae únicamente sobre el gobierno de facto. Así, el pueblo puede seguir viviendo tranquilo bajo la falaz premisa de que nunca se equivoca. Lo harán los malos políticos. Lo harán los déspotas. El pueblo ¡jamás!