El reino del río turquesa
Las cumbres andinas del Perú esconden verdaderos tesoros. En la región Huancavelica, en Vilca, un inmenso río impone su reinado con su sello, manto, o milagro de color turquesa. El río que serpentea en el pueblo de Vilca es una maravilla que se ha ganado las miradas y el respeto del propio cielo, quien ante su belleza declina reflejarse en él. En las noches, para no perder su encanto enamora a la luna e invita a las estrellas para cobijarlas en su fulgor, es espejo, es imán, es encanto, es tesoro de los Andes.
El libro “El reino del río turquesa”, del periodista e historiador Luis Arana, trasciende de lejos el ámbito turístico de pueblos como Vilca y Moya, asentados en la cuenca del río. Es una ambiciosa investigación cultural e histórico-social de los pueblos recorridos por el río Vilca que marca también un límite geográfico, político y lingüístico entre las provincias de Huancavelica y Huancayo. El autor se convierte en tejedor del tiempo, y en cada hebra que enlaza en su crónica palpita el pulso de los pueblos que forjaron su historia entre la bruma de tiempos coloniales, de la guerra con Chile, etc. y la claridad del presente. Con paciencia de artesano y mirada de vigía, levanta una cronología de grandes hitos —momentos de fuego, de lucha, de silencio y renacimiento— que no solo narran, sino que revelan el alma profunda de una identidad colectiva. Una vasta fuente bibliográfica acompaña como testigo callado y sabio, voces múltiples que convergen en un solo canto: el de la memoria. El libro se despliega en siete capítulos, que corren por cauce propio, pero todos nutridos por el mismo manantial de historia y resistencia. Son puertas abiertas a quien lo lee, invitaciones a recorrer paisajes humanos donde la cultura, lo social y lo político se entretejen sin artificios, con la autenticidad de lo vivido.
El libro es fuente que recoge y deja correr los acontecimientos históricos más hondos de Vilca y Moya. En sus páginas, las tradiciones caminan como herencias que no se desgastan, y revelan cómo nuestros pueblos, con su sabiduría callada y sus costumbres de tierra adentro, han ido tejiendo una identidad cultural que no se parece a ninguna otra. Es historia que no solo informa, sino que despierta —como quien toca una campana dormida— el orgullo en sus hijos, y en ese despertar florece también el sentido profundo de pertenencia, ese amor callado y fértil por el suelo que los vio nacer y al que siguen honrando con su memoria viva, esa deferencia para sentirnos orgullos de nuestro suelo patrio.
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