Leviatán o del deseo y la pasión
Eduardo Hernando, en ‘La Constitución Sustantiva’, señala que uno de los aportes más importantes del Estado constitucional es sin duda el concepto de autonomía, esto es, la capacidad de elección de la cual gozarían o deberían hacerlo, todos los seres humanos y que les permitiría, entre otras cosas, el diseñar libremente sus propios planes de vida sin que nadie pueda oponerse a ellos.
En realidad, dice que existen varias fórmulas de percibir la autonomía, en un primer término puede ser entendida como mera elección y en la cual intervienen básicamente nuestros deseos, preferencias, necesidades, etc. Ese concepto de autonomía se encuentra en el Leviatán de Hobbes.
Hobbes, examina la voluntad y la conducta humanas, tendentes siempre a la acción motivada por el deseo: el poder del hombre reside en su capacidad de actuar, y la adquisición del poder se convierte en una búsqueda permanente y dominada por la pasión.
El deseo y la pasión, empero, lleva a algunos a soñar con cosas fuera de su alcance o que no enriquezcan su vida, o peor aún, que no contribuyan a que los otros proyectos de vida también se realicen.
Todos recordamos aterrados y consternados la entrevista de Castillo a una emisora internacional cuando aseveró que el país es su escuela y que él está en un proceso de aprendizaje, la presidencia era para él un proceso de ensayo-error.
Lamentable. De terror. Es cierto. Pero más triste y tétrico aún es que el último escenario electoral no era mucho mejor. Una cantidad lamentable de candidatos mediocres, oportunistas y sin ningún mérito notorio.
Yo puedo querer ser astronauta o estrella de rock, pero si no tengo el talento o las capacidades para llevarlo a cabo, no basta mi autonomía o libertad para elegir. El problema es cuando deseo cosas para lo que no estoy preparado que tienen incidencia en terceros como es la política.
El aparato del Estado está lleno de sectores complejos con su propia dinámica y normatividad y se necesita más que entusiasmo para poder llevar las riendas de un país. La institución de la presidencia requiere de un conocimiento importante de la cosa pública, es cierto, pero requiere también capacidad política para tomar decisiones en última instancia y resolver problemas de carácter político.
No bastan los sueños febriles de quienes añoran un cargo público para lograr el reconocimiento que nunca tuvieron en su vida profesional por su falta de talento o mediocridad, o quienes ven en la política la solución de sus problemas económicos.
Los ciudadanos no tienen confianza en sus parlamentarios, ni en sus gobiernos, ni en sus presidentes, ni, especialmente, en sus partidos políticos. Hay un rechazo unánime hacia todos los partidos políticos.
La ciudadanía en general, pero en especial los jóvenes, piensan que la clase política es una casta dominada por unos cuantos de imposible acceso que se ha encerrado en sí misma y no se preocupan de los intereses de los ciudadanos más que para vender una opción en un mercado electoral cada cinco años.
En fin, tengo la esperanza que un día, un candidato probo, con preparación académica, profesional y política y sin afanes aventureros, decida entrar en la contienda y obtenga el apoyo popular que se refleja en la intención de voto.
Ese día elegiremos un buen presidente y comenzaremos a pensar políticamente distinto como nación y nunca jamás elegir a alguien que “esté aprendiendo a ser presidente”, como un estudiante de medicina aprendiendo a operar, y nosotros, un país, echados en el quirófano a corazón abierto.
Por José Ignacio Carrión Richardson
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