Corrupción e impunidad en la Constitución Política: dupla que destruye al Perú y nadie se atreve a enfrentar
La carta magna ignora por completo el flagelo de la corrupción y la impunidad, dejando al país vulnerable ante el abuso del poder.
Aunque todavía no se conocen ni están definidos los planes y las propuestas de gobierno que deben ofrecer las distintas candidaturas políticas y partidos que participarán en las próximas elecciones, que se llevarán a cabo en el año 2026, un tema clave, significativo y trascendental que, a mi entender, debe marcar la ruta en los siguientes años de gobierno es todo aquello que tiene relación directa o indirecta con el problema de la corrupción y, por consiguiente, de la impunidad.
Hago esta aseveración y distinción categórica, si se quiere, porque lo que realmente trasciende con el paso de los años y marca el devenir es cómo una gran mayoría de casos, bajo distintas fórmulas y esquemas legales y políticos, quedan impunes.
Me refiero a la necesidad de modificar la actual Constitución Política para que, una vez agotados todos los procedimientos necesarios, finalmente se incorpore un artículo específico en el que se establezca, como principio rector en materia constitucional, la prevención y fiscalización de la corrupción como parte de una política de Estado. En los mismos términos y condiciones, se debería hacer referencia a la impunidad, incluso con un mayor alcance, en razón de que el problema que trasciende y marca la ruta de los acontecimientos históricos hacia el futuro es la impunidad.
La Constitución Política
Hago referencia a un tema de alcance constitucional porque nuestra actual carta magna no señala nada sobre este particular, a pesar de la trascendencia, las consecuencias y los alcances que tiene para una nación como el Perú la corrupción y todo lo que la rodea. Un tema que debería tener incluso preeminencia sobre otros debates parlamentarios.
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Hablamos de la moral pública y ciudadana, tan necesarias en los momentos actuales, frente a la proliferación de casos de corrupción y una serie de modalidades conexas que la circundan. Hago esta referencia porque nuestro marco constitucional actual no hace ninguna mención específica a la corrupción ni a la impunidad. Solo se hace una mención tímida y retraída al derecho amplio que tiene toda persona a su integridad moral.
En realidad, debería haber una mención expresa a la corrupción y la impunidad como parte del desarrollo de una política de Estado, en igualdad de derechos y exigencias que otros aspectos fundamentales, como el derecho a la salud, el trabajo, la educación, la lucha contra el narcotráfico y otros temas esenciales para cualquier sociedad que aspira a ser democrática y respetuosa de los derechos humanos.
La moral pública como precepto constitucional
Una nación o una sociedad cualquiera no puede desarrollarse si no se protege su moral pública como fundamento y si no combate todas las actividades que van en contra de ella, con mayor razón cuando la corrupción proviene del mismo Estado y la impunidad de parte de las instituciones que deberían proteger el estado de derecho.
Hablamos de un principio rector y orientador para el Estado, las autoridades y la población en general, que en última instancia engloba todas y cada una de las funciones públicas y, en igualdad de condiciones, las actividades privadas o empresariales. La integridad pública no debe entenderse como un mero teorema, sino como una actuación coherente, rigurosa y basada en valores, principios y normas que promuevan y protejan el desempeño ético y transparente de la función pública. De este modo, los poderes y recursos del Estado, que pertenecen a todos los peruanos, estarán orientados hacia los fines para los cuales fueron destinados, garantizando un servicio público a la altura de las necesidades del interés general y la consolidación de los valores públicos.
Desinterés intencionado
El problema de la ausencia o carencia de un principio constitucional de contenido rector, en este caso relacionado con la fiscalización de la corrupción en todas sus facetas o modalidades y su correlato directo, la impunidad, se explica en gran medida por el poco o nulo interés mostrado por parte de la misma clase política o partidaria para legislar sobre el tema.
Hablamos de la responsabilidad directa de aquellos que legislan y de otras entidades de la sociedad, quienes nunca han planteado nada al respecto, como si la corrupción y la impunidad fueran problemas de segundo orden y no tuvieran la menor importancia. Me refiero a los mismos que gobiernan, legislan o promueven leyes a lo largo de todos y cada uno de los periodos gubernamentales y que, de manera consensuada, ignoran una vergonzosa realidad que nos ubica como una nación de segundo orden, en la que todo parece ser normal.
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No se trata solo de la remota posibilidad de legislar en contra de sus propios intereses políticos o partidarios, sino también de trastocar toda la secuencia y la maquinaria de la corrupción sectaria, gubernamental, política y partidaria, como parte de una realidad que aparenta ser normal y cotidiana.
Historia oscura
Se trata de una convivencia nociva y perniciosa que envuelve gran parte de nuestra política y que siempre se ha consumado en contubernios o alianzas entre malos gobernantes y partidos políticos, como parte de un mismo juego orientado hacia objetivos comunes. Me refiero a la política malsana que encubre la corrupción y que termina favoreciendo la impunidad bajo distintas modalidades.
Es una actitud cómplice y encubridora de los mismos gobernantes, quienes siempre, de una u otra manera, han hecho la vista gorda frente a la corrupción y la impunidad. No hablamos solo de una falencia o ausencia de contenido ético y moral, sino de una insolvencia clamorosa que queda reflejada en los magros resultados obtenidos en la tan publicitada lucha contra la corrupción en todos y cada uno de los gobiernos.
Corrupción política
La interrogante que surge es si nuestros legisladores, gobernantes, la clase política y todos aquellos que aspiran a conducir las riendas del país estarán realmente interesados y decididos, una vez que gobiernen, a incorporar como principio rector en nuestro marco constitucional el fenómeno de la corrupción y la impunidad.
No podemos ignorar la presencia de una política desvirtuada y engañosa, que siempre ha buscado, por encima de cualquier fórmula política y falsas promesas, salvaguardar sus propios intereses y beneficios personales o colectivos a costa de la frustración social.
Esta triada retorcida ubica a la política engañosa en el centro de la explicación del fenómeno de la corrupción y su secuela, la impunidad. Es un sistema perverso, consolidado en las altas esferas del poder, la gobernabilidad y la legalidad, que se esconde detrás del discurso político para manipular y mantener una realidad engañosa que conviene ocultar.
Hablamos de una interpretación razonable que puede brindar algunas luces para entender por qué todos y cada uno de los gobiernos pasados, de una u otra forma, terminaron envueltos en un fenómeno ético y político recurrente y difícil de erradicar.
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