17 de abril, 2019
Conociéndole, su muerte no fue un suicidio sino una inmolación por el Perú; país al que quiso y le quiso con pasión. ¡Pero también con rencor! Fue indiscutiblemente una persona superior que despertaba querencias y odios. Tal como ocurrió en sus dos gobiernos. Pero fue un hombre bondadoso y extremadamente inteligente; con esa compleja y esquiva magia de la política que le brotaba por todos los poros. Un genio político que nació para pasar a la historia, y segó su vida advirtiendo que lo haría si, injustamente –como él y muchísima gente consideraba–, alguno de esos payasos que todavía fungen de fiscales en este país, movía fichas para verlo encarcelado; y un universo de peruanos le viese trajeado a rayas, con esposas en ambas manos y cadenas en ambos pies. García acumulaba demasiada personalidad como para permitir que le humillaran de esta manera un par de crápulas, como esos fiscaletes Vela Barba y Pérez Gómez, quienes han manipulado el “Caso Lava Jato” con fines eminentemente políticos, personales y amicales. Por supuesto, atentado contra los intereses del Estado peruano.
El 17 de abril de 2019, ya pasadas las seis de la madrugada, el cobarde fiscalete Domingo Pérez envió a un segundón suyo a la casa del malogrado expresidente, para notificarle un mandato de detención provisional tramado tras bambalinas por el operador oficial del Ministerio Público, Gustavo Gorriti, titiritero de esta parejita; mezcla de fiscaletes y actorcillos de quinta apellidados Vela y Pérez. Este último no tuvo el coraje para enfrentar a García. Cobarde como es, se valió de un tercero para no encarar a su víctima. Un pobre diablo, un auténtico miserable.
La fecha 17 de abril de 2019 ha marcado un hito en esta nación: el inicio del crimen impune, perpetrado nada menos que por un ser miserable quien funge de operador de la Justicia. Hablamos de José Domingo Pérez Gómez, autor indirecto del magnicidio que acabó con la vida de un auténtico líder nacional: el dos veces jefe de Estado Alan García Pérez. Realidad que una considerable legión de peruanos no quiere, ni puede ni debe dejar sin castigo. Pérez y todos quienes estuvieron involucrados en aquel asesinato a control remoto deberán ser castigados por la Justicia, con todo el rigor de la ley, el día que ésta –actualmente secuestrada por aquella estirpe viciosa llamada los caviares– retorne triunfante a nuestra nación. Seamos claros. Por mas controversial que hayan sido la vida y trayectoria de Alan García, éste no merecía haber sido empujado al suicidio por gente canalla, interesada en politizar la Justicia para ponerla al servició de intereses bastardos, ajenos a la patria.
Reiteramos. Alan García no fue un santo; como tampoco lo fueron la gran mayoría de sus pares ligados, en particular, a la presidencia de la nación; y, en general, a la política peruana. Su primer gobierno fue una catástrofe que llevó hasta la quiebra al Perú; pero supo reparar el perjuicio cumpliendo con su deber patrio en su segundo gobierno.
¡Descansa en paz, Alan García Pérez!
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