El costo económico de la inestabilidad política
La acumulación de vacancias presidenciales que viene acumulando el Perú ya ha dejado de ser una simple anomalía política, para convertirse en amenaza estructural contra nuestro desarrollo socioeconómico. Seis sucesivas destituciones —en menos de quince años— han generado un clima de incertidumbre que paraliza inversiones, frena proyectos públicos y debilita la confianza de los actores económicos. La reciente vacancia de Dina Boluarte no escapa a esta lógica: es un nuevo golpe a las expectativas de recuperación nacional, tras casi década y media de errática gestión.
En cualquier país, la salida abrupta de un presidente genera efectos inmediatos en los mercados. Pero en el Perú, donde la institucionalidad se ha erosionado por la politización del Congreso y la fragilidad del Ejecutivo, cada vacancia constituye toda una sacudida tectónica. Los inversionistas, tanto locales como extranjeros, detienen sus compromisos, reevalúan los riesgos y postergan sus decisiones. El impacto no solo se traduce en cifras: afecta directamente la ejecución de obras públicas, la planificación presupuestal y la operatividad de los ministerios.
El economista Elmer Cubas lo ha resumido con claridad: “Se van a pausar todos los procesos que vienen de los ministerios, asociaciones público-privadas, firmas de contratos, etcétera. Esto se retrae”. Esa pausa, que pareciera técnica o financiera, es en realidad política. La inestabilidad institucional genera un efecto dominó que paraliza la maquinaria estatal, desde la burocracia a cargo de proyectar obras, hasta los equipos que negocian inversiones estratégicas. El resultado: un país detenido, sin rumbo claro, y con un Estado incapaz de cumplir sus funciones básicas.
Además, la vacancia de Boluarte ocurre en un contexto particularmente delicado. En seis meses, el Perú celebrará elecciones generales con una cifra récord de aspirantes: más de cuarenta candidatos, muchos de ellos sin experiencia en gestión pública ni privada. La mayoría proviene de sectores de una izquierda radical que, históricamente, ha demostrado nula afinidad con el modelo económico vigente. Ese paradigma, basado en la Constitución de 1993, permitió décadas de crecimiento sostenido y estabilidad macroeconómica. Hoy, sin embargo, es blanco de ataques ideológicos por las izquierdas locales y extranjeras, lo que genera mucha más incertidumbre.
Desde la llegada al poder de Ollanta Humala en 2011 —hoy recluido en una prisión—, el país ha sido gobernado por una sucesión de presidentes cuestionados: Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Pedro Castillo y Dina Boluarte. Castillo, por cierto, preso por intento de golpe de Estado y con múltiples procesos por corrupción, es el espectro más crítico de esta deriva institucional. Boluarte, por su lado —heredera del golpista Castillo, quien no tuvo suficiente tiempo para robar—, enfrenta investigaciones fiscales que empañan aún más el panorama.
Una economía no puede sostenerse sobre la inestabilidad. Si el Perú no recupera la confianza institucional, y si no garantiza reglas claras y continuidad en la gestión pública, seguirá perdiendo oportunidades de desarrollo. La urgencia es clara: blindar las instituciones, exigir responsabilidad política, y garantizar que el próximo proceso electoral no profundice el caos sino marque el inicio de una reconstrucción democrática y moral que nos consolide socioeconómicamente.
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