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Acabemos con la destrucción nacional

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Fecha Publicación: 01/01/2022 - 23:00
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En democracia, la autoridad no está diseñada para intimidar a las personas. Su única obligación es, más bien, servirla y aplicarla a la defensa de los derechos sociales y personales que fijan la Carta y las leyes. No obstante, cuando quien ejerce autoridad resulta ser un atorrante, esa Autoridad de convierte en verdadero peligro público.

Tanto para el individuo como para la sociedad entera. La Autoridad, amable lector, no es sino una figura personalizada para encarnar al Estado. La elige la ciudadanía para que ejerza las funciones que establecen la Carta Magna y las leyes. Por ello, constitucionalmente hablando, los servidores civiles -presidente de la República, pasando por legisladores, hasta el último pinche funcionario público- en toda circunstancia están al servicio del Soberano. Es decir, a órdenes de Juan Pueblo a quien la Carta sindica como beneficiario supremo y exclusivo del Estado. Es más, a la Autoridad usted le paga el sueldo para que, precisamente, cumpla esa función. En consecuencia, el servidor del Estado es un simple asalariado para que trabaje a favor suyo, amable lector, cumpliendo repetimos lo que dispongan la Carta y las leyes. No está por tanto a disposición de sus superiores, ya que las funciones de la burocracia deben regirse, exclusiva y constitucionalmente, bajo el precepto pétreo de que se aboque a servir a ciudadano.

Sin embargo, en este país -como nos recuerda el dicho “el mundo al revés, donde nada el pájaro y vuela le pez” que rige esta columna- desde hace un tiempo la Autoridad está al servicio de quien inconstitucionalmente se encuentre encaramado en el epicentro del poder: el mandón de palacio de gobierno; los prepotentes congresistas oficialistas, los ministros-asaltantes, etc. Esta es la razón principal de que en el Perú no exista ahora un Estado de Derecho, como manda la Constitución. El peruano sobrevive en la anomia más espantosa, donde la delincuencia campea las 24 horas del día involucrando desde al más alto funcionario público, el jefe de Estado, hasta al policía de la esquina, en hechos de corrupción. Concretamente en el primer caso quebrando la ley, bien sea trapicheando a escondidas con proveedores, apañando a viles secretarios de palacio o trasgrediendo las normas de Sanidad que debe cumplir el ciudadano; como en el segundo, recibiendo sobornos por dejar pasar lo que pagan los corrompedores que se pasan las luces rojas.

Esta estremecedora carencia de un Estado de Derecho es, también, génesis de nuestra corrosiva informalidad en absolutamente todos los campos de la actividad nacional.

Una enfermedad endémica que medra de la economía y, consecuentemente, impide que la sociedad funcione y el país progrese, como ocurre en la inmensa mayoría de naciones.

Si bien esta radiografía muestra al Perú decadente del último medio siglo, hoy ha hecho crisis con el régimen comunista que gestiona Pedro Castillo. Porque no solamente se ha multiplicado la corrupción, sino que la Autoridad amenaza con perseguir al ciudadano por razones de credo político, raciales, económicas, etc. ¡Antes que esto se extienda como cáncer, amable lector, apostemos decididamente a la “¡Vacancia ya!”

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