Alaba, alma mía, al Señor
Queridos hermanos, hoy celebramos el Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, y en la primera lectura, la Iglesia nos presenta un pasaje del libro de los Reyes. En este relato, Elías se dirige a Sarepta y encuentra a una viuda que está recogiendo leña. El profeta le pide un poco de agua y, además, un trozo de pan. La mujer le responde que apenas le queda un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la jarra, lo justo para preparar el último pan para ella y su hijo antes de morir de hambre, ya que no tienen más provisiones.
Es impresionante la valentía de Elías al responderle: “No temas. Ve y hazme primero un panecillo y tráemelo; después lo harás para ti y tu hijo”. Y le promete que Dios no dejará que se vacíe la orza de harina ni que se agote el aceite hasta que vuelva a llover sobre la tierra. La viuda, confiando en la palabra de Dios, actúa con obediencia, poniendo primero la necesidad del profeta, y lo que le promete el Señor se cumple. Comerán ella, su hijo y Elías durante mucho tiempo, pues la harina y el aceite no se acabaron, tal como lo había dicho el Señor por medio de Elías.
Este relato nos muestra la valentía de la viuda al arriesgar todo y confiar en Dios, una actitud de fe que nos invita a ponerlo a Él en primer lugar en nuestras acciones y problemas. Al hacerlo, nuestra vida cambia, porque el Señor actúa en aquellos que se abandonan a Él.
Por eso, respondemos con el Salmo 145: “Alaba, alma mía, al Señor”. Él hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos. Si hoy estamos oprimidos por alguna tristeza o dificultad, por el pecado o por falta de paz, recordemos que el Señor abre los ojos del ciego y endereza a los que ya se doblan bajo el peso de la vida. Él cuida de los peregrinos, los débiles, y los necesitados. Así que, hermanos, abandonémonos en Dios y confiemos plenamente en Él.
La segunda lectura, de la Carta a los Hebreos, nos recuerda que Jesús ha venido para salvarnos y dar sentido a nuestra vida. Él ha sido enviado para quitar los pecados de todos nosotros y hacernos felices, entregando su vida en sacrificio por la humanidad. Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, se ha ofrecido como ofrenda única y definitiva, derramando su sangre por amor. Este acto de entrega total es el ejemplo supremo de amor y de generosidad, y nos muestra cuánto nos ama Dios, hasta el punto de darlo todo por cada uno de nosotros.
En el Evangelio según San Marcos, Jesús nos da una advertencia importante: “Cuidado con los letrados, a quienes les gusta pasearse con amplios ropajes, recibir reverencias en las plazas y ocupar los primeros puestos en las sinagogas y en los banquetes”. Con esto, Jesús nos alerta contra la hipocresía y el orgullo, recordándonos que las apariencias y los honores no son lo esencial en nuestra vida de fe.
Jesús, para ilustrar este punto, señala el ejemplo de una viuda. Mientras observa cómo los ricos depositan grandes sumas en la ofrenda del templo, ve a una viuda que echa solo dos moneditas. Y Jesús llama a sus discípulos y les dice: “Les aseguro que esta pobre viuda ha echado en el cepillo más que todos los demás, pues ellos han dado de lo que les sobra, pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir”.
Este gesto de la viuda nos enseña lo que significa confiar y depender plenamente de Dios. Dar todo lo que tenemos, tal como ella hizo, es un acto de fe que nos invita a examinarnos. ¿Estamos dispuestos a dar de lo que tenemos para vivir, a poner en manos de Dios nuestras preocupaciones, nuestros bienes, nuestro tiempo? Cuando lo hacemos, Dios no nos abandona; al contrario, nos llena con su paz y nos da una felicidad profunda.
Finalmente, hermanos, recordemos que en la sociedad de aquel tiempo, las viudas estaban en una situación de gran vulnerabilidad: no tenían derechos ni medios de sustento. Por eso, la Biblia insiste en recordar a las viudas, los huérfanos y los extranjeros, quienes dependían de la ayuda de los demás. Hoy, este mensaje nos invita a cuidar de los más débiles y necesitados, a dar de nuestros bienes al servicio de los demás, sin miedo, con generosidad y entrega.
Que el ejemplo de esta viuda y su fe nos inspire a confiar siempre en Dios, a vivir en solidaridad con los demás y a compartir con quienes necesitan de nuestro apoyo. Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos nosotros. Amén.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao
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