Alan, su última clase
Con motivo de los 70 años de nacimiento de Alan García, recordamos su última clase en el Instituto de Gobierno de la Universidad San Martín, según reporte del diario Correo y del blog Café Viena, con una admirable introducción del académico Hugo Neira. A las 10 de la noche, el profesor García concluyó diciendo “Bueno, queridos estudiantes, hemos terminado hoy día. No sé cuándo nos volveremos a ver. Parece que quieren detenerme. Mil disculpas, por eso. Si ocurre, designarán otro profesor”. Antes había expresado que ejercer el poder permitía hacer justicia, reivindicar a personajes históricos como el presidente Miguel Iglesias, héroe de la batalla de Chorrillos, cuyo féretro trasladó con honores al Panteón de los Próceres. Luego sostuvo: “Y me hace falta hacer justicia con el pobre Leguía, que lo han maltratado mucho. Pero ya no tendré oportunidad. Se lo daré en el cielo, mi abrazo a Leguía”; ocho horas y media más tarde estaría a su lado.
Leguía fue vejado y humillado como ningún otro político peruano, luego del golpe militar de Sánchez Cerro. Cuando navegaba al exilio en un buque de la Armada, el jefe de la insurrección amenazó con declarar pirata y bombardear la embarcación si no retornaba al puerto del Callao. Un Leguía con fiebre, enfermo y retención urinaria no fue llevado al hospital, como solicitaban los oficiales de Marina, sino a la isla San Lorenzo primero y a la Penitenciaría de Lima después.
La celda que ocupó “era baja, húmeda, sucia, pestilente y cuya ventana había sido tapiada”, refiere el historiador Jorge Basadre. El embajador Carlos Alzamora, por su parte, recuerda que para asearse lo hacía en “un viejo y oxidado balde, cuya agua se cambiaba cada 48 horas. No había ni ducha. Las ropas se colgaban en los clavos de la pared […] Era objeto de las soeces burlas de los carceleros cuando, recostada su frente en la pared de la celda y con una lata en la mano, debe pasar largas horas de atroces dolores tratando de vaciar su vejiga gota a gota […]. En las noches, hombres de uniforme suelen terminar sus parrandas visitando bebidos su celda y haciéndolo objeto de toda clase de insultos y vejámenes a través de las rejas”.
Fue acusado de ladrón y murió pobre, juzgado por un ilegal Tribunal de Sanción que organizó la dictadura y que no encontró propiedades ni dinero en el país o en el extranjero; su casa fue incendiada y sus bienes saqueados; la prensa oficialista, que respondía al Partido Civil, lanzaba sobre el mandatario toda clase de acusaciones y calumnias. A su caída, eliminaron su nombre de todas las obras, incluida la avenida Leguía, que reemplazaron por avenida Arequipa, en homenaje al golpe militar, “al movimiento restaurado de las libertades públicas”, como dice la resolución del municipio. Finalmente, lo llevaron al entonces precario hospital de la Marina, resguardado por el Regimiento de Artillería de la Costa y por la policía, lugar donde lanzaron un petardo de dinamita que explotó muy cerca de su habitación. Después de un año, cinco meses y seis días de padecimiento, murió pesando 39 kilos.
Este episodio de terror fue producto del odio acumulado por enemigos políticos de Leguía, los civilistas, a quienes derrotó en las elecciones y desplazó del poder. Nunca le perdonaron. Varias veces el presidente García comentó esos hechos fatales, percibiendo que ese aire cargado y tóxico de cuando en cuando retorna a nuestra patria para destruir, enfrentar, dividir a los peruanos. Por eso no olvidó el padecimiento de Leguía y la catástrofe provocada por Sánchez Cerro, que escribió el capítulo más trágico y siniestro de la vida republicana.