Alcalde de Lima, no olvide a Leguía
El 18 de enero Lima cumplió 489 años de fundación, fecha celebrada con espectáculos, exposiciones y homenajes a quienes contribuyeron a engrandecer la milenaria capital, asentada sobre huacas preincaicas, algunas de 4 mil años de antigüedad.
En este contexto, hubiera sido un acto de justicia reivindicativa recordar el extraordinario trabajo desplegado por el ex presidente Augusto B. Leguía, que impulsó las obras más importantes de la capital en 1921 y 1924, con motivo del centenario de la Independencia nacional y de la Batalla de Ayacucho.
El historiador Juan Luis Orrego Penagos, en su admirable libro ¡Y llegó el centenario! sostuvo que “la inauguración de la plaza y monumento al libertador San Martín fue un acontecimiento emblemático y multitudinario”, rememorando que “los alemanes regalaron la torre del reloj del Parque Universitario; los italianos, el Museo de Arte Italiano; los ingleses, el antiguo estadio de madera; los franceses, una estatua a la Libertad; los españoles, el Arco Morisco; los chinos, la gran fuente china; los belgas, el monumento al Trabajador; los japoneses un monumento a Manco Cápac en el barrio de La Victoria; los norteamericanos, el monumento a George Washington; y los mexicanos, la efigie del cura Hidalgo”.
Además, fueron inauguradas grandes vías, como las avenidas Alfonso Ugarte, Brasil, El Progreso (hoy Venezuela), Unión (hoy Argentina) y Leguía (hoy Arequipa). La mayoría cree que esa última denominación fue en homenaje a la ciudad mistiana. No es así. Originalmente se llamaba Leguía y el cambio lo hizo el consejo municipal el 16 de septiembre de 1930 “para perpetuar el nombre de la ciudad en que se iniciara el movimiento restaurador de las libertades públicas”. Es decir, para rememorar el golpe de Estado perpetrado por el sanguinario comandante Sánchez Cerro contra un gobierno constitucional. Hasta hoy, empero, sigue en pie ese vergonzoso acuerdo que haría bien en derogarlo el alcalde López Aliaga, por lo menos cambiando la parte considerativa de la norma.
El objetivo de Leguía fue presentar ante las delegaciones extranjeras una metrópoli virreinal recuperada de los estragos provocados por la ocupación de tropas chilenas durante la infausta Guerra del Pacífico. Por ello invitó a representantes de Europa, Asia y América, organizando numerosos festejos que comenzaron con un esplendoroso te deum en la Catedral.
Hubo desfiles militares y escolares, retretas, corsos con doce coches alegóricos, corridas de toros, función de gala en el hipódromo de Santa Beatriz, fuegos artificiales, bombardas, cinemas al aire libre. Se construyó el majestuoso Palacio Arzobispal ubicado en la Plaza de Armas, los museos Arqueológico y Bolivariano, el Gran Hotel Bolívar, el Hospital Loayza. La iglesia de San Marcelo fue transformada en el Panteón de los Próceres y fue inaugurado el local de la Sociedad de Fundadores de la Independencia y Vencedores del Dos de Mayo. También se erigieron estatuas en honor al mariscal Sucre y al almirante francés Bergasse du Petit Thouars, marino que impidió que la soldadesca invasora destruya Lima como hicieron con Chorrillos, Barranco y Miraflores.
A su caída, la casa de Leguía fue saqueada e incendiada, mientras el civilismo recibía con vítores al dictador. El biógrafo y secretario privado de Sánchez Cerro, diplomático Pedro Ugarteche, narra que cuando el golpista llegó al centro de la ciudad “un numeroso público ubicado en los balcones del Club Nacional [lo] saludó con generoso entusiasmo”. Un mes después, en una deplorable demostración de oportunismo, la directiva de ese exclusivo club lo admitió como socio activo.
Leguía fue conducido a la cárcel, sin orden judicial, muy enfermo, con fiebre y problemas prostáticos. No fue procesado ni sentenciado, pero sí humillado y difamado. Después de 18 meses de encierro lo trasladaron al hospital de la Marina, en Bellavista, donde murió pesando 39 kilos; previamente, soldados y gendarmes lanzaron una potente carga de dinamita para aterrorizar al anciano político. Agregamos: murió pobre, habiendo sido un empresario muy rico, angustiado por alas precariedades económicas de su familia.
Su nombre fue retirado de calles y plazas. Desaparecieron bustos, retratos y placas. Es hora, pues, de reivindicarlo como el gran modernizador de la ciudad, designando alguna plaza o avenida con su apellido.
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