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Atocsaico

Fecha Publicación: 18/10/2024 - 20:00
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De Amaru Kóndor y de su pequeña nieta solo quedaban cenizas. Mientras la choza seguía humeando, el viento arreciaba como quien ruge de rabia, de impotencia, como quien se resiste a morir, aunque de la vida ya no quede nada. El humo viajaba al infinito, sabía a otro humo, ese que nunca antes nadie había olido, y se esparcía para quedarse en los cerros, entre las piedras, más arribita, entre las nubes y más allá, en el horizonte donde se posa siempre la esperanza.

Cerquita de la choza, que seguía humeando, yacía tendido, con la cabeza destrozada por dos balazos, el leal perro de Amaru, cuya sangre rapidito se filtró en la tierra como quien busca el camino más corto para alcanzar los ojos de uno de los puquiales de los terrenos comunales; en ese recorrido se quedaba prendido entre las raíces de los pequeños árboles, en esos arbustos que nunca se dan por vencidos y siempre reverdecen a pesar de sus años, para recordarnos que hay motivos suficientes para no olvidar, para erguir la cabeza y buscar siempre la justicia.

El maestro Jorge Victorio registra en su novela Atocsaico cada uno de los capítulos de la épica lucha de los campesinos de Óndores. A pesar de tamaña masacre perpetrada para despojarlos de sus tierras, a pesar de todos los golpes recibidos, la verdad es terca como la piedra azuleja que nadie parte; la verdad a veces se demora, a veces hay que buscarla con mucho sacrificio para verla al final, aunque el suspiro sea el último. La novela nos devela con lujo de detalles la irrenunciable lucha y la búsqueda de justicia de los comuneros a pesar de tener todo en contra.

“Desde luego, la estirpe Kóndor, el melenudo león, el Atoc, que en quechua no es sino el zorro, y el propio cóndor de los cielos, son elementos de dominio estético que la obra presenta para explicar las desiguales luchas entre los comuneros y la poderosa empresa apoyada por el propio Estado”.

Al final de la novela se da cuenta de que el cóndor vuela libre, que circunda el cielo, que se posa en los cerros a la espera de la salida del sol y, en los atardeceres, contempla cómo los niños, hijos de los comuneros, juegan libres en los campos que tantas veces se tiñeron de sangre, de fuego, de lágrimas, de impotencia. El cóndor sigue su vuelo, no se detiene, vuela dejándose guiar por las cenizas impregnadas en el horizonte, donde nada ni nadie puede borrar la sed de justicia.
Desde esta columna, contemplo feliz el vuelo del cóndor de la estirpe de los Kóndor de Atocsaico.

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