Basta de bajas pasiones
“Siguen señalando al cardenal Juan Luis Cipriani solamente con una acusación anónima. Un supuesto AF que, tras más de cuarenta años de los presuntos hechos y siete desde su primera carta al Papa, sigue sin dar cara. Mientras tanto, algunos pretenden que la Iglesia se pliegue ante una simple carta, nunca sometida a proceso público, nunca contrastada ni verificada ante un tribunal. Ahora ya se sabe que “AF” es un peruano que intenta infundir el miedo y el chantaje sobre el imperio del derecho (…) Lo que pretenden es que baste una acusación para aniquilar una trayectoria, que baste un titular para borrar medio siglo de servicio. Pretenden instaurar un régimen de terror mediático, donde ningún pastor esté a salvo si algún día incomodó a la nueva agenda eclesial.” Y agrega: “Sabemos su nombre, historia y contexto. Y si persisten en esta campaña de demolición moral, no dudaremos en hacerlo público. Porque aquí no se trata, como nos quieren hacer creer, de una lucha entre la impunidad y la reparación. Aquí está en juego la batalla entre el imperio del miedo y el chantaje, y el respeto al derecho. Y no vamos a permitir que Cipriani sea condenado sin juicio y sin pruebas, tan solo porque conviene políticamente que desaparezca. Aquí no se defiende la impunidad; aquí se defiende el derecho frente a la arbitrariedad, la justicia frente al miedo, la Iglesia frente a la inquisición mediática.”
Este texto corresponde al portal Infovaticana sobre la Iglesia católica, algunos de cuyos artículos de opinión han generado controversias. No obstante, la información revela hechos de interés para los peruanos, en particular para el pueblo de Ayacucho, al que el entonces arzobispo Cipriani sirvió magistralmente de guía en los peores momentos de terrorismo. No debiera aceptarse expresiones de odio diabólico contra quien ha trabajado más de cuarenta años sirviendo denodadamente al país; hasta arriesgando su vida interviniendo en aquellas extensas —y tensas— negociaciones en la embajada de Japón para, finalmente, solucionarle al Perú un problema colosal. Lo mismo que hizo después con todo el país, ya en su función como arzobispo y cardenal.
Demoler anónimamente y sin pruebas a un prelado de la Iglesia —quien, conjuntamente con el cardenal Pedro Barreto, participa en este mismo momento sin derecho a voto (por haber sobrepasado ochenta años de edad), junto al asimismo cardenal peruano Carlos Castillo, en el cónclave vaticano que elegirá al próximo líder de la Iglesia católica— implica la versión contemporánea de la inquisición, trasladada esta vez al anonimato mediático como arma arrojadiza para descalificar, sin evidencias, a las más altas jerarquías de la Iglesia Católica.
El próximo Papa tiene una enorme misión en estos graves momentos de confusión general, de crisis de valores, de pugnas clandestinas llevadas por el odio, el complejo de inferioridad y, en general, por las más bajas pasiones del ser humano. La principal tarea del futuro Papa será limpiar estos atroces nubarrones que contemplamos, y que la libertad de los hijos de Dios brille nuevamente en el mundo. Y, particularmente, en el Perú.
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