Boluarte debe evitar que el Perú sea otra Venezuela
Dina Boluarte debe evitar que nuestro país se convierta en otra Venezuela, Bolivia o Colombia. Nuestra historia reciente está marcada por una secuencia de rupturas institucionales, que han debilitado la confianza ciudadana en el Estado de derecho. La vacancia de Pedro Castillo, ahora procesado por promover un golpe de Estado, no fue solo el desenlace de una presidencia fallida, sino el síntoma de una enfermedad aún más grave: la erosión de los principios republicanos y, sobre todo, los democráticos, bajo el disfraz de discursos populares.
Dina Boluarte, su entonces vicepresidenta y hoy presidenta constitucional, tiene delante suyo una responsabilidad histórica: predicar con el ejemplo para evitar que el Perú siga el camino de países como Venezuela, Bolivia o Colombia, hoy gobernados por proyectos totalitarios, que desde esta trinchera identificamos como comunistas o autoritarios.
La advertencia no es retórica. En Venezuela, el chavismo transformó la justicia en un instrumento de persecución; en Bolivia, el poder judicial ha sido usado para inhabilitar opositores; también en Colombia, el discurso de reconciliación está cada día más empañado por pactos con estructuras políticas violentas, que nunca rinden cuentas.
En todos estos casos, aquel deterioro institucional comenzó con la normalización del abuso de poder, la manipulación del lenguaje democrático, la captura de organismos autónomos por parte del poder politizado y la mentira como dogma de fe.
El Perú ya ha vivido su propia versión de esta deriva. El caso Odebrecht, como ha señalado en EXPRESO la excongresista Rosa Bartra, pervirtió la confianza en el sistema judicial. La omisión de obras corruptas —como Rutas de Lima— en el acuerdo de colaboración eficaz, y los vínculos entre fiscales Vela Barba y Pérez Gómez y empresas socias de Odebrecht, revelan que la justicia puede ser negociada cuando el poder político se lo exige.
Si Boluarte quiere evitar que el país repita la historia de sus vecinos, debe comenzar por restaurar la ética institucional desde el Ejecutivo. Predicar con el ejemplo implica tres cosas: primero, respetar escrupulosamente la separación de poderes, sin interferencias ni pactos bajo la mesa. Segundo, impulsar una reforma judicial que no sea cosmética, sino estructural, blindando la independencia de jueces y fiscales frente a presiones partidarias. Y tercero, asumir que la legitimidad no se hereda: se construye cada día con actos de transparencia, coherencia y respeto por la ley.
Boluarte no puede olvidar que fue parte del gobierno de Pedro Castillo. Su ejemplar distancia actual debe traducirse en una ruptura ética, no solo política. Si el Perú quiere evitar convertirse en otra Venezuela, Bolivia o Colombia, necesita una presidenta que no solo administre el poder, sino que permanentemente lo someta al escrutinio público. Porque cuando el poder no se vigila, se convierte en amenaza.
La ciudadanía no necesita promesas: necesita señales. Y la primera señal debe ser el ejemplo. Si Boluarte lo da, Perú podrá consolidar el rumbo republicano y democrático. Si no, corremos riesgo de repetir las historias que hoy lamentan nuestros vecinos, y en la que estuvimos —¿y nuevamente estaríamos?— próximos a caer.
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