Cancillería camino al chavismo
Si usted, lector, tiene amigos, familiares o conocidos en el servicio diplomático de la República, consúlteles si están de acuerdo con la política exterior impulsada por el presidente Castillo e implementada por sus ministros, ayer el exguerrillero Héctor Béjar y hoy el embajador Óscar Maúrtua.
Con seguridad la abrumadora mayoría expresará su firme e indignado rechazo a la puesta en marcha de una política ajena a los intereses permanentes del Estado y que, además, se percibe digitada por el Foro de Sao Paulo y por los regímenes totalitarios de Cuba y Venezuela.
Claro que encontrará excepciones, como los embajadores retirados Rodríguez Cuadros o Harold Forsyth, que ahora comparten con entusiasmo la ideología de Perú Libre y que, por esa desinteresada adhesión, han sido designados a la ONU y la OEA respectivamente.
La renuncia de Béjar, empero, creó la expectativa de que su sucesor, un diplomático de carrera, nos alejaría de los aires tóxicos del chavismo.
Nos equivocamos. Simplemente ocurrió un cambio de formas, pero no de fondo, comenzando por la designación de embajadores políticos que no cumplen los requisitos profesionales para ocupar un cargo de esa naturaleza.
Si bien la Constitución faculta al Gobierno a nombrar hasta un 20% de políticos, la ley también establece que los nominados deben tener “capacidad y versación notoria” y “prestar o haber prestado servicios destacados a la Nación”.
No ha sido el caso de Richard Rojas, conocido por intentar retirar dinero de la cuenta bancaria de Vladimir Cerrón y estar involucrado en las investigaciones de los “Dinámicos del Centro”. Sin embargo, un Maúrtua con cataratas dio luz verde a ese nombramiento, para reemplazar en Panamá al embajador Jorge Raffo, respetado diplomático a quien le faltaba cumplir dos años más en el exterior.
A lo dicho se agrega el estrafalario reconocimiento de la inexistente “República Saharahui”, nómadas dispersos en cinco países, que no cuentan con territorio propio, gobierno ni población. Por ello dicha “República”no es reconocida por la ONU, por las potencias del Consejo de Seguridad, por naciones europeas y ni siquiera por 23 de los 24 países árabes, con la excepción de Argelia, que los financia y apoya militarmente por su encono contra el Reino de Marruecos, especialmente después de su derrota en la llamada Guerra de las Arenas, en 1963, a pesar que los argelinos recibieron apoyo de Egipto y del régimen cubano de Fidel Castro.
Dentro de este contexto no podemos pasar por alto dos hechos relevantes: el jubiloso pronunciamiento del Foro de Sao Paulo (14/09/2021) aplaudiendo el reconocimiento peruano a la ectoplasmática República Saharahui y que el ministro Maúrtua no explicara a la Comisión de Relaciones Exteriores del Parlamento sobre el enigmático ingreso al Perú del canciller saharaui, Ould Salek, precisando qué pasaporte utilizó y qué autoridades visitó, hechos no registrados en el portal de Transparencia de Torre Tagle.
Pero hay más sombras: una de ellas, el silencio absoluto del Gobierno ante los actos de barbarie del dictador nicaragüense Daniel Ortega, que ha encarcelado a todos los candidatos presidenciales de oposición, atentado contra la libertad de prensa y violado los derechos humanos. Nuestra Cancillería bien pudo protestar ante estos graves hechos y demandar una reunión del Consejo Permanente de la OEA para debatir la aplicación de la Carta Democrática y separar del organismo hemisférico a un régimen que ha vulnerado los principios rectores de esa institución. Y, finalmente, también sorprende el mutismo de nuestra cancillería ante gobiernos extranjeros –Suiza, uno de ellos– que permiten en su territorio manifestaciones a favor de Sendero Luminoso. Estamos, pues, frente a una política exterior errática, confusa y que amerita vigilancia extrema.
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