Cartas de amor
Antiguamente, las cartas entre destinatarios que no se llegaban a conocer eran un intercambio de vidas y un recurso contra la soledad en un mundo incomunicado. Actualmente, pareciera que los correos electrónicos, Facebook y otros fueran una mofa contra esa grácil manera de mirarnos.
Hace muchos años no había malicia en esa amistad que dos personas se podían prodigar aún sin verse. Iba a que hace un buen tiempo, Osvaldo Cattone puso en escena una gran obra, se trata de “Cartas de amor”, un drama de A.R Gurney que sigue la ruta de un hombre y una mujer que se escriben cartas desde muy jóvenes para dilucidar al final que la vida cambia y que solo es mejor que cambie si hay alguien a quien se lo cuento. Melissa Gardner y Andrew Makepeace se escriben y se leen. En la escena uno está frente al otro en su escritorio y su máquina. Durante casi cincuenta años se cuentan cada tramo de la vida, las pérdidas, las victorias, las derrotas, los anhelos, las decepciones.
La historia corre desde escuelas a universidades, matrimonios, logros. Andy estudia en Yale para ser abogado y le va bien. A Melissa no le va tan bien académicamente. Andy va a la guerra y confronta con sus peores terrores y los comparte. Melissa y Andy se casan…con distintas personas, pero continúan atados por las letras. Él es Senador y exitoso. Le escribe cuando muere su padre, ella es una columna para arquearse y llorar. A Melissa le va mal en el matrimonio y se dedica a la bebida. Uno es el refugio del otro, ambos lo son, la garantía de quien tiene un ángel guardián cuyo papel es solo escribir, comprender y responder sin más expectativa de nada. Al final se encuentran, pero el tiempo les pasó y solo las grafías tuvieron papel en una historia paralela unida por ese hilo que los conectaría siempre más que un beso sin importancia.
Quizás esa historia, que nuestros padres referían como cartas de papel que ellos escribieron alguna vez, aunque sin la constancia de Andrew y Melissa, es un registro del ideal platónico venido a menos por estos tiempos de Instagram y Tiktok, de influencers que no aportan al pensamiento o a la sensibilidad, y de una mercadotecnia de la estolidez. Serán los tiempos, pero prefiero los de mis padres a esa ágil, tenue y litigiosa era de mis hijas.