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China y la pena de muerte

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Fecha Publicación: 29/09/2025 - 21:50
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China ha anunciado la condena a la pena de muerte al exministro de Agricultura, Tang Renjian, imputado de actos de corrupción durante su gestión en la década anterior. No es el primer alto funcionario del durísimo Estado comunista chino que termina de esa manera. Aunque ha sido suspendida la ejecución por los próximo dos años, pudiendo conmutarse la pena por la de cadena perpetua, nada asegura de que así sea, sobre todo cuando Xi Jinping ha venido visibilizando su firme lucha contra este flagelo humano cada vez como mano más dura e inmisericorde. Mirando el número de ejecuciones en el gigante asiático, se calcula en más de 3500 al año, en un país que va por los 1,400 millones de habitantes al 2025. China sigue por delante de Irán, donde llegan a casi 1000 condenados a la pena de muerte al año; en Arabia Saudita, el país sunita más importante de la península Arábiga y acaso el islámico más rico del Medio Oriente, llegan a los 400 ejecutados cada año, y, por nuestro continente, se cuenta a los Estados Unidos de América, donde la aplicación de la pena capital oscila entre 25 y 30 por año. La decisión de la pena de muerte es una necesidad fundamental para el control social chino, de lo contrario el país hace rato hubiera desbordado. En efecto, el alto impacto disuasivo de las ejecuciones han permito que los chinos no terminen anarquizados, de allí que es un completo mito creer que la aplicación de la pena de muerte no solucionará los problemas en las naciones, bajo el imperio de la advertencia de ser sentenciado a esta pena por la comisión de delitos graves que vuelven intolerable la persistencia del pacto social que el delincuente ha tirado al suelo. Ahora, bien, con frecuencia suele decirse que los gobernantes que deciden la pena de muerte son dictadores, autócratas o totalitarios. Es verdad que por decidirla terminan empoderados, pero será una apreciación subjetiva muy ligera así tildarlos, y aunque hay varios casos en los que coincide esta calificación, no resultará correcto concluirlo de esa única manera. La pena de muerte logra los objetivos que una sociedad exige para volver a contar con la paz y la tranquilidad que han sido secuestradas por la delincuencia. En países subdesarrollados como el Perú es más difícil decidirla y no precisamente por la falta de eficacia en su resultado, sino por el discurso bizantino surgido de un debate ajeno a la realidad. En el Perú deberían decidirla sin pérdida de tiempo y sin pensar en el cálculo político y para eso, antes hay que denunciar el Pacto de San José de Costa Rica que la prohíbe para delitos comunes.

(*) Excanciller del Perú e Internacionalista

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