Como en Pataz, en El Charrúa
El suceso acaecido el día 2 de julio pasado, en el restaurante “El Charrúa” de La Molina ha puesto en evidencia el drama moral y de salud mental que atraviesa la sociedad peruana.
A diario observamos, experimentamos o percibimos la sensación de que vivimos en un ambiente violento. Comenzando por el tráfico, un tema del cual nadie se salva.
Tengas o no auto, tienes que movilizarte por esas carreteras, avenidas o calles del terror, donde no se respeta derecha ni izquierda, semáforo rojo, ámbar o verde, ceda el paso en cruce de peatones o acelere.
Simplemente no existen las señales de respeto, y la falta de respeto es una expresión de violencia.
Mucha gente dirá que la migración del campo a las ciudades es parte de la problemática, pero puedo dar fe, por haber vivido en provincia durante muchos años de mi vida, que tiempo atrás, el respeto no era un tema de castas ni de niveles socioeconómicos.
Los padres nos enseñaban a saludar, decir gracias, esperar nuestro turno, a ceder el asiento, y estos ejercicios diarios hacían que miremos a las personas como alguien cercano a nosotros.
Todo cambió con el terrorismo.
Terminada esta amenaza sangrienta, aparecen las secuelas de la violencia posguerra, como el miedo, la venganza, la desconfianza y la angustia, secuelas que nunca fueron abordadas por el Estado a través de la salud mental pública. Las víctimas, que somos todos los peruanos bien nacidos, hemos quedado traumatizados en diferentes niveles sin el apoyo emocional y psicológico necesario, y hoy en día nos percibimos entre nosotros como desconocidos y posibles agresores.
Es decir, los peruanos que sufrieron traumas de cualquier forma en los años del terror hoy caminan junto a nosotros con sus problemas de ira, de frustración, de odio, etc., que detonan en cualquier momento y ante cualquier situación.
Como la sociedad norteamericana luego de Vietnam: estaba enferma, se disparó la criminalidad, el suicidio, el consumo de drogas, pues los excombatientes buscaban una salida.
Estados Unidos implementó programas de ayuda a la salud mental, no solo a los combatientes, sino también a sus familiares.
Entendieron que por un combatiente hay más gente involucrada en el tema de la salud mental posguerra. El Perú olvidó el aspecto mental y emocional de las víctimas y combatientes de esa triste etapa de nuestra historia.
Muchos de esos peruanos que nunca fueron atendidos en su salud mental por el Estado ostentan hoy dinero y/o poder. Sienten que con el dinero pueden vengar sus demonios, curar sus heridas, hacerse visibles después de tanto luchar y sufrir.
Miguel Ángel Requejo, el perpetrador del atentado contra el restaurante El Charrúa, no es un caso aislado: repitió sin descanso que él tenía dinero, que no sabían con quién se metían, que si él lo deseaba podía comprar todo el restaurante en mención.
Actitudes que no son poco frecuentes en personajillos que lo único que tienen por mostrar es un poco de dinero y muy mal gusto. Dentro de su ira descontrolada, buscaba validación, que lo tomaran en cuenta.
En el presente, algunos de los que lograron el éxito económico buscan el reconocimiento social, pero no a través de la educación ni del ejemplo, sino a través de la prepotencia, de la imposición, de la demostración obscena de la tenencia de dinero.
Lo quieren comprar todo.
Miguel Ángel no es la excepción: quiso comprar más trago, quiso maltratar a los empleados del local, quiso golpear a los que pidieron moderación, y como no logró ninguno de sus deseos, decidió destruir todo, incluidos seres humanos.
Como en Pataz, en El Charrúa.
La ira descontrolada, la percepción de que el dinero está por encima de la vida y de los valores más básicos de convivencia están camino al descontrol.
En resumen, la violencia en el Perú es un problema multifacético que está influenciado por su historia y que requiere un enfoque integral y diverso para abordarlo de manera efectiva; de lo contrario, volverá a ocurrir como en Pataz, en El Charrúa.
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