Congreso terminal
Angustiante y patético el ciclo que nos ha tocado vivir desde la caída del delincuente Pedro Castillo tras el intento de golpe de Estado del 7 de diciembre 2022. Resultaba previsible que nuestra debilidad institucional y el ingrediente atomizador de una pandemia con efectos económicos, sociales, morales y hasta psicológicos, dibujara un escenario turbio para el futuro inmediato del país. Respirar siquiera en medio del caos y la tendencia anárquica de las representaciones políticas no era un desafío: constituía un ejercicio masoquista librado al azar del destino.
Pero aquí, en esta columna, he recordado siempre el perfil colectivo inmanente descrito con propiedad por caudillos del viejo orden que, como Nicolás del Piérola, dejaron sentencias imposibles de rebatir. Por ejemplo, que el Perú es el país de los hechos consumados.
Y así dije hace pocas semanas que este concepto explicaba la pausada afirmación del gobierno de Dina Boluarte cuya autoridad –luego de un inicio convulsionado y errático– recibió el tácito aunque crítico apoyo de la mayoría ciudadana, la cual optó por defender su dinámica de trabajo y subsistencia por encima de la vicisitudes políticas. Del mismo ánimo sacó provecho el Congreso de la República pese a todos sus desaciertos y fechorías que, con justicia, lo colocan como el órgano público más desprestigiado.
Esa era la visión panorámica. Sin embargo, mientras la administración Boluarte transmite al menos el esfuerzo de calzar con las diversas agendas populares –engrosadas por las tragedias del fenómeno del Niño y el dengue– el Parlamento adopta el cariz de una barra brava irresponsable, frívola y despreciable. Y esta semana que culmina, hizo gala de las miserias predominantes en su composición.
Basta decir, sin añadir argumentos a lo que la memoria limpia del país conserva, que eligió a Josué Gutiérrez como Defensor del Pueblo. Que blindó a cuatro sinvergüenzas probadamente taimados y merecedores de la investigación fiscal por los beneficios obtenidos en su alianza con el aparato delincuencial de Castillo Terrones. Y que mantiene abierta la vendetta contra la prensa (la auténticamente investigadora, plural y fiscalizadora) con el proyecto de la ley mordaza.
Este conjunto de acciones realizadas en medio de risas, abrazos, explicaciones de letrina e inflando el pecho matón que juzga eterna su impunidad, ya no cuadra con la tolerancia ciudadana ni la justificación de que nos resignamos a los hechos consumados. Por el contrario, reta otra vez la movilización popular y una indeseable asonada (Dios no quiera, quizás otras cosas peores) contra todos los congresistas, algunos de los cuales han recibido físicamente el repudio en las mismas jurisdicciones que representan.
El Parlamento ha sobreestimado sus posibilidades de perdurar. Es un Congreso terminal. Constitucionalmente, abramos el debate para hacerlo sucumbir como castigo a todas las perversidades que nos ha infligido.
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