¿De verdad queremos un Bukele peruano?
En los últimos años, Nayib Bukele ha capturado la atención de América Latina con su estilo de gobierno autoritario disfrazado de democracia. El fenómeno Bukele, marcado por la popularidad y la contundencia de sus medidas, plantea una pregunta crucial: ¿Es su gobierno una democracia representativa o un autoritarismo? Y, en ese sentido, ¿debería el Perú aspirar a tener un líder similar en un contexto de violencia y crimen organizado?
Los rasgos autoritarios de Bukele no son menores. Sus acciones recuerdan a los manuales de regímenes autoritarios: desde el “9F” (2020), cuando irrumpió con militares en el Congreso liderado por la oposición, para presionar por la aprobación de un préstamo; también vale resaltar el copamiento del poder judicial y el control de la fiscalía luego de que ganara la mayoría total del parlamento, con lo que anuló la separación de poderes; las restricciones que su régimen ha ido poniendo a la transparencia y acceso a la información pública; a lo que se suman las denuncias por violación al debido proceso por el encarcelamiento de ciudadanos, principalmente sindicalistas, detenidos por protestar contra el régimen, no por pertenecer a pandillas del crimen organizado.
A pesar de esto, Bukele ha consolidado un poder electoral casi inquebrantable, rozando el 90% de apoyo en las últimas elecciones presidenciales. En definitiva, es un líder carismático que cuenta con gran apoyo popular y que además maneja una gran maquinaria propagandística, que busca consolidar su imagen como el líder destinado a sacar adelante a El Salvador; todo indica que, poco a poco, El Salvador se encamina a una dictadura, que es uno de los formatos más extremos de autoritarismo.
La historia nos ha enseñado que los seres humanos suelen priorizar la seguridad sobre la libertad, especialmente en contextos de violencia e inestabilidad. La pregunta que debemos hacernos en el Perú, donde los indicadores de seguridad siguen empeorando, es si realmente necesitamos un Bukele. Si bien los estudios indican un gran desprestigio de la democracia, un giro hacia un gobierno autoritario podría ser aún más peligroso. Las democracias, por imperfectas que sean, ofrecen mecanismos de control y balance que garantizan la protección, al menos nominal, de los derechos humanos.
Es cierto que la historia está repleta de ejemplos de naciones que han avanzado sin democracia, pero también hay que recordar que a pesar del éxito temporal que puedan alcanzar los gobiernos autoritarios, en momentos de crisis tienden a violar los derechos humanos, y particularmente cuando sus economías fallan, las estructuras represivas se fortalecen.
Resulta paradójico que quienes critican con vehemencia los gobiernos autoritarios de izquierda, como las dictaduras de Cuba o Venezuela, donde también se criminaliza la protesta y no existe separación de poderes, aplaudan las acciones de Bukele, cuando este replica varias de sus prácticas. Por sentido común, como ciudadanos, lo que debería preocuparnos no es el color político del autócrata, sino las implicaciones que una autocracia podría tener para el Estado de Derecho y los derechos fundamentales que salvaguardan nuestras vidas.
La cuestión no es si el Perú debe aspirar a un líder fuerte para combatir la delincuencia. La verdadera pregunta es si estamos dispuestos a sacrificar nuestra frágil democracia por la ilusión de seguridad. Las lecciones de la historia son claras: los regímenes autoritarios, una vez establecidos, difícilmente ceden su poder sin destruir antes las libertades fundamentales de sus ciudadanos.
¿Es la promesa de seguridad suficiente para justificar el sacrificio de nuestras libertades? Por supuesto que no.
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