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Delincuencia común y corrupción estatal

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Fecha Publicación: 15/01/2025 - 22:50
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Todo el mundo sabe que cualquier sobrecosto aplicado a un bien o servicio que se oferta al público se incorpora al precio que debe pagar el consumidor final. Es decir, siempre el cliente carga con el sobrecosto, lo que le produce una reducción arbitraria de su poder adquisitivo y le obliga a prescindir de otros bienes y servicios para satisfacer sus necesidades.
La corrupción genera sobrecostos tanto económicos como sociales, con el subsecuente incremento de la inmoralidad pública que se propaga porque los controles institucionales y éticos son tan débiles que terminan siendo convertidos en apéndices de los órganos a los cuales deberían controlar de modo preventivo y concurrente para evitar el hecho consumado. Pero como esos controles no funcionan, el control posterior, a cargo del sistema de justicia, tal como se viene desarrollando, es una ilusión, por no decir una alucinación, debido a su grave ineficacia.
Como sociedad, nos hemos acostumbrado a legitimar el sobrecosto llamado “coima” en lenguaje popular, ya sea porque el costo de la coima es mínimo frente al beneficio a obtener con el acto administrativo, o porque se considera el mal menor para que no se paralice una inversión pública, reconociéndose autoridad moral al ladrón que “roba, pero hace obra”.
Sin embargo, muy pocos se han percatado de que toda coima, como sobrecosto, es un cupo impuesto por la autoridad estatal de cualquier sector a los usuarios, proveedores de bienes y servicios o a la población que demanda el servicio público correspondiente para satisfacer sus intereses.
Resulta obvio que ese sobrecosto llamado “coima” será trasladado al usuario final, con un servicio defectuoso, tardío, caro y el subsecuente despilfarro de los fondos públicos que van a parar a los bolsillos de funcionarios o particulares vinculados al poder, quienes acumulan patrimonios exorbitantes que no pueden ser justificados con ingresos legítimos. Lo vemos a diario con autoridades que se convierten en propietarios de enormes mansiones, viajeros consuetudinarios hacia cualquier parte del mundo y que ostentan un nivel de vida imposible de sostener con sus remuneraciones oficiales.
Si esta es nuestra deleznable realidad, el problema es mayor si, para combatir al delito, la autoridad impone cupos para desviar la mirada y relativizar la acción represiva, favoreciendo el accionar impune de bandas que cada día adquieren mayor poder de control social, infiltración y hasta asociación con las instituciones o sus integrantes. Esto ocurre porque el impune enriquecimiento crece día a día, y el mercado delictivo en contra de la población también.
La podredumbre, entonces, ya no estaría solo en los ataques delincuenciales, sino en la permisividad estatal por la ineficiencia negligente o dolosa de las autoridades.
Siempre hablamos de la necesidad de contar con eficaces aparatos de inteligencia, los cuales han sido desmembrados o desmantelados en el presente, pero tampoco contamos con servicios de contrainteligencia idóneos.
Si queremos ganar la guerra contra la corrupción, la inteligencia nos debe mostrar el escenario externo, pero la contrainteligencia debe garantizarnos la moral institucional interna.

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