Dependencia tecnológica y vulnerabilidad nacional
En un mundo interconectado y digitalizado, el acceso a tecnología de punta es una ventaja estratégica, pero también una fuente de vulnerabilidad para países que no la producen. En el caso del Perú —como en muchos países de la región—, la dependencia tecnológica de las grandes potencias representa un riesgo estructural para la seguridad nacional. Gran parte de los programas, plataformas y sistemas que utilizamos cotidianamente para trabajar, estudiar o comunicarnos provienen de centros tecnológicos en Estados Unidos, China o Europa. Esta concentración no solo implica una subordinación funcional, sino que abre la puerta a una posible filtración de datos sensibles, espionaje económico o condicionamientos geopolíticos. Quien controla la infraestructura tecnológica domina, en muchos sentidos, el flujo de la información y, por extensión, la capacidad de decisión autónoma de los Estados.
Esto no implica rechazar el uso de estas herramientas. Sería absurdo negar los beneficios de las tecnologías digitales modernas. Más bien, el desafío está en diversificar nuestra dependencia y generar capacidades propias, lo que requiere voluntad política, planificación estratégica y articulación regional.
En los últimos años, el avance de un mundo multipolar, en el que distintas potencias buscan hegemonía regional y global, ha generado una oferta más variada de tecnología: sistemas operativos alternativos, satélites de navegación no dependientes del GPS norteamericano (como el sistema BeiDou chino o el Galileo europeo), y nuevos estándares de conectividad e inteligencia artificial provenientes de diversas potencias. Este crecimiento de la oferta puede reducir la dependencia extrema a un solo país o bloque y abrir espacios para el desarrollo tecnológico propio y complementario.
La Unión Europea, por ejemplo, ha planteado abiertamente su interés por alcanzar una “autonomía estratégica”, no solo energética y militar, sino también tecnológica, frente al nuevo escenario internacional, en el que su principal aliado (EE. UU.) muestra señales de repliegue estratégico e incertidumbre política interna. Aunque todavía utiliza la infraestructura de grandes corporaciones estadounidenses, ha comenzado a consolidar proyectos propios en semiconductores, ciberseguridad e inteligencia artificial, con la mira puesta en una independencia gradual y pragmática.
Diversificar, más que aislarse, es la clave. China, por su parte, ha trabajado durante años en reducir su dependencia tecnológica. Uno de sus mayores logros ha sido el desarrollo de BeiDou, una constelación de satélites que ya reemplaza al GPS en sus operaciones nacionales y se ofrece como alternativa a países aliados o socios estratégicos. Esto no solo refuerza su soberanía, sino que proyecta poder blando a nivel global.
América Latina, sin embargo, aún está lejos de plantear agendas que permitan avanzar en este camino. La ausencia de planificación en los distintos países de la región en materia de ciencia y tecnología, sumada a estructuras productivas débiles y fragmentadas, mantiene a Latinoamérica en una posición subordinada. La inversión en investigación y desarrollo (I+D), además, sigue siendo marginal en comparación con otras regiones: mientras países como Corea del Sur destinan más del 4 % de su PBI a I+D, en el Perú, por ejemplo, la inversión pública y privada apenas roza el 0.2 %.
Lograr autonomía tecnológica requiere crear las condiciones para una mayor participación del sector privado en el desarrollo científico, fortalecer los espacios académicos de educación básica y superior con herramientas tecnológicas y digitales, fomentar la cooperación regional y establecer políticas públicas que potencien el ecosistema de innovación.
La inteligencia artificial —y la velocidad con la que avanza— puede agravar aún más la brecha entre los países dependientes y los productores de tecnología. Pero también representa una oportunidad para quienes sepan adaptarse, especializarse y coordinarse. La seguridad nacional ya no se define solo por fronteras geográficas o capacidades militares, sino también por la capacidad de proteger y gestionar autónomamente la información, los sistemas críticos y las infraestructuras digitales.
Avanzar hacia una mayor soberanía tecnológica es una tarea ineludible para cualquier Estado que aspire a decidir su propio destino.
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