Deplorable giro diplomático
En Madrid conocí a Lorent Saleh, joven demócrata venezolano, numerosas veces detenido, golpeado y encarcelado por demandar elecciones libres y respeto a los derechos humanos.
Fundador de la ONG Operación Libertad, Saleh se movilizó en todo su país desde el 2004 y el 2011 realizó una huelga de hambre en la sede de la OEA en Caracas, exigiendo la libertad de presos políticos y denunciando corruptelas del régimen de Chávez.
Detenido varias veces, viajó a Costa Rica y Colombia para continuar su campaña, hasta que, en septiembre del 2014, la policía fronteriza lo entrega al Servicio de Inteligencia Bolivariano (Sebin), que lo traslada a un sótano de esa institución, donde lo encierran 779 días en una celda de la prisión llamada La Tumba, ubicada en el centro de Caracas, a cinco pisos bajo tierra.
Saleh llegó al cafetín madrileño acompañado de su madre y de quien sería su esposa. Es una persona extrovertida y alegre, que continúa luchando tercamente en todos los foros para liberar a su patria, al mismo tiempo que escribe poesías, artículos y ensayos promoviendo los derechos humanos.
Cuando solicité que describiera La Tumba, narró que son siete cubículos de 2x3 m y 1,80 m de altura, con paredes blancas, piso negro y una rejilla de metal por donde pasan los alimentos. Esos calabozos no cuentan con baños, pero sí con vigilancia y micrófonos ocultos. La ventilación es por ductos de aire acondicionado –con temperaturas de hasta cinco grados– que producen el único sonido que escuchan los prisioneros.
No hay iluminación natural, sino un foco de luz prendido día y noche para que las víctimas del reclusorio pierdan el sentido del tiempo. Además, la incomunicación es total y solo pueden salir al patio tres veces a la semana, sin tener contacto entre los detenidos políticos.
Adicionalmente, como una forma adicional y perversa de tortura, jueces mercenarios postergaron hasta en 52 ocasiones las audiencias donde debía responder por conspirar contra el Estado.
Ante estos actos de barbarie, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA advirtió que su situación era “grave y de urgencia, puesto que su vida o integridad personal están en riesgo” y el año 2017 el Parlamento Europeo le otorgó el Premio Sajarov a la Libertad de Conciencia. En octubre del 2018 es deportado a España y, para despedirlo, medios de prensa afines al Gobierno pretendieron justificar infamemente su salida diciendo que “durante el tiempo de su detención el ciudadano Saleht fue sometido a diversas evaluaciones psicológicas, manifestando conductas destructivas y suicidas que ponen en riesgo su seguridad personal”.
En estas horas tristes recordaba a Saleh, que siempre destacó la gratitud del pueblo venezolano con el Grupo de Lima, y especialmente con el Perú, por desarrollar una diplomacia al servicio de los oprimidos y contra una dictadura siniestra, hoy investigada por la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad.
¿Cómo explicar ahora a familiares de decenas de asesinados, encarcelados y torturados por policías y grupos paramilitares chavistas que el Gobierno peruano ha dado un giro de 180 grados, sepultando al Grupo de Lima y reconociendo a Maduro como Presidente de la República? ¿Cómo explicar, en suma, que el mismo canciller Maúrtua ejecutó ese repulsivo cambio cuando, a principios de año, decía “soy un convencido que el Gobierno de Venezuela es una alianza de corrupción y narcotráfico”, demandando nuevas elecciones y sanciones contra el dictador y sus asociados?
Bastaría decir a Saleh que los demócratas de América Latina consideran a Maduro usurpador y genocida, y que la lucha contra la dictadura continuará hasta que la tierra de Bolívar recupere su libertad.
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