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An die freude

Fecha Publicación: 23/06/2020 - 21:10
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Ya no eres una niña, sino una joven trabajadora e impetuosa. Pero cada vez que escucho ese dorado himno, te evoco María Luisa, An die freude, con tu pequeño violín, tratando de revelarme la sencilla alegría de las cosas. Es una oda pero, sin duda, ha perdurado porque es un canto de amor. El bellísimo cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven en el que musicaliza el poema de Schiller Ode an die Freude.

“¡Alegría, hermoso destello de los dioses/hija del Elíseo!/Ebrios de entusiasmo entramos/diosa celestial, en tu santuario/ todos los hombres vuelven a ser hermanos allí donde tu suave ala se posa/Aquel a quien la suerte ha concedido/una amistad verdadera/Aun aquel que pueda llamar suya/siquiera a un alma sobre la tierra.”

Como sabes, la escribió un hombre que desertó del ejército y la musicalizó otro, completamente sordo y casi doblegado por la adversidad. Uno, el poeta, había sentido desde niño la nostalgia de Grecia (no la de los monumentos y las batallas sino la de la armonía entre los hombres, los dioses y la naturaleza) y quería gritar a los cuatro vientos que ésa era una nostalgia de amor. El otro, el músico, había estado más de diez años en silencio absoluto hasta que encontró en aquellos versos felices la clave que necesitaba para componer esa Sinfonía en re menor con coro final que asombraría al mundo.

La historia, para el poeta de Württenburg, no era nada más que el lento y tenaz abandono de la edad dorada de la infancia que la cultura helénica significó en la odisea de la humanidad. Todo arte -escribió en el umbral del siglo XIX- está dedicado al gozo. Ese mismo gozo que impidió que el otro, el músico, el descubridor del Claro de Luna (no el que aparece en el cielo sino el que sale en ciertas noches privilegiadas del alma y que él atesoró en una sonata) no se quitara la vida, sino que la rindiera como una blasón, hacia mediados de 1824.

La alegría es, pues, plenitud del alma. No me refiero al júbilo que siempre es estruendoso (y por lo tanto fatuo) sino a esa serena y breve sensación que nos colma descubriéndonos esas zonas de luz sin las que este peregrinaje sería insoportable. Si el júbilo es repentino, la alegría no. Ella viene de lejos y aunque no lo notemos, siempre se sabe anunciar con algún gesto, con alguna palabra. Plenitud que es fugaz y por lo mismo auténtica: lo suficientemente intensa como para encender un sueño; lo suficientemente lenta como para mantenerlo vivo en medio de las sombras.

Plenitud imposible de describir pero sencilla de vivir. Y de la que nada realmente se sabe, pero la que todo nos comunica desde nuestro profundo interior. Hermoso destello de los dioses, como canta la Oda, para decir (o sugerir) que hay en ella algo de divino.

La felicidad sigue teniendo tus ojos. Por ellos miro yo (desde hace más de treinta años con sus días) y lo que veo (y veré) es el resplandor, An die fraude, que deslumbró a Schiller y que le hizo escribir una canción de amor y de alegría.