Dina Boluarte y la naturaleza jurídico-política de la investidura presidencial
A la luz de la agresión física que sufrió la presidenta de la República, Dina Boluarte, el último fin de semana, que debo condenar enfáticamente, no solo por su condición de jefa de Estado, sino, sobre todo, por la de mujer y madre -el tono de las declaraciones del presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, han sido, a mi juicio, las más exactas al caso, de todas las que he leído-, esta vez me referiré a algunas cuestiones jurídicas relativas a la naturaleza de la investidura presidencial, de conformidad con la doctrina del derecho político y del derecho internacional. En primer lugar, tengamos presente que el presidente de la República no es cualquier ciudadano, es decir, su condición de jefe del Estado, lo hace diferente a los demás, jurídica y políticamente.
Aunque ya sabemos que todos somos iguales ante la ley -es el mayor legado del iusnaturalismo o derecho natural que se trajo abajo al derecho divino (que sostuvo a las monarquías absolutas a lo largo de muchos siglos), por la Revolución francesa del 14 de julio de 1789-, esta realidad jurídica garantista del sistema jurídico contemporáneo, no es excluyente de las prerrogativas que le son inherentes al presidente de un Estado por su referida alta investidura, al ser considerado el primer ciudadano de un país, un status otorgado por la voluntad popular, que es el soberano, y que lo ganó en las urnas o por cualquier otra vía prevista en la Constitución Política del Estado. El presidente, entonces, es el primer mandatario del Estado. Esto último suele entenderse erradamente pues no significa que sea el primero en ejercer el derecho de mandato, sino, en cambio, el primero en ser mandado, dado que se debe al referido soberano del Estado, que es el pueblo. El presidente tiene derechos como deberes, de allí que su responsabilidad es mayor a la de cualquier otro ciudadano del país. Una cuestión singular y relevante es que mientras todos los ciudadanos de un Estado podemos circunstancialmente representarlo, el presidente es el único ciudadano que personifica a la Nación y lo representa por antonomasia. Que el presidente personifique a la Nación significa que por esta realidad de facto y de iure, el Estado se humaniza únicamente por el presidente, lo que es lo mismo que el Estado habla, actúa, come, baila, etc. De allí que todo lo que diga o haga el presidente compromete al Estado y cuando es insultado o agredido se lo hace al propio Estado y a la Nación que él o ella lo personifica dentro o fuera de las fronteras nacionales.
La agresión a la presidenta Boluarte técnicamente constituye una agresión a la propia Nación peruana y por eso resultó completamente inaudito que no fuera detenida la mujer que la agredió. Lo que hubo fue una completa desidia que no había forma para que sea pasada por alto porque debilita a la institución presidencial y a la democracia como sistema político que ella lidera dentro y fuera del país, solo que, en cualquier circunstancia análoga en el mundo, la responsabilidad es esencialmente política. Por tanto, quien debió presentar su carta de renuncia irrevocable, inobjetablemente era el ministro del Interior. No se debería insistir en que se trata de una desidia operativa. Aunque lo sea, la naturaleza de la agraviada es que se trata del actor político de mayor jerarquía y membresía en el Estado -revisen la Constitución Política y el Ceremonial del Estado-, y esta razón es la que explica y exige que el ministro -su protector político más relevante pues es el mayor responsable de toda la vida interior del país-, era quien debió alejarse. Por no hacerlo, seguirá dando vueltas en la opinión pública, la falencia imperdonable en la protección de la mandataria al dominar la idea de que políticamente, no se ha dado la vuelta a la página.
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