Diógenes en su tonel
No estaba obsesionado con vivir de acuerdo a sus principios pero lo parecía, simplemente porque no transigió nunca con nada ni con nadie. Precisamente por eso tuvo fama de loco (y tal vez lo era) y se pasó la vida entera iluminando las polvorientas calles de Corinto con la verdad de su lámpara maravillosa, disputándose con los perros de la calle el abrigo y la comida, y orinando y defecando en plena vía pública. A quienes lo condenaron a abandonar la ciudad por sus ideas les respondió: yo los condeno a quedarse.
Quiso encontrar en su animalidad la clave de su destino y la entraña de su condición, pero todo lo que hizo y dijo demostraría que lo que descubrió fue que somos ciertamente animales pero que nuestro territorio es indefinido y nuestro instinto ubicuo. Vivió en un tonel, que es una manera de decir que vivió en cualquier sitio, apenas preocupado de que en el día le diera el sol y que en la noche pudiera conversar con las estrellas.
Estaba alucinado, como su maestro Antístenes, con tener lo indispensable; así día tras día se fue desprendiendo de todo hasta quedarse sólo con su cuerpo y con su alma que -como cualquiera sabe atestiguar en cualquier hora y lugar- constituyen nuestras verdaderas y únicas riquezas o pobrezas. Es increíble pero casi todo lo que gritó por calles y plazas de Atenas puede repetirse hoy, casi 2,500 años después, con la misma propiedad y oportunidad de esos días homéricos: “hombres cultos que leen los sufrimientos de Ulises en la Odisea, por qué no se interesan en los suyos; sofistas y teóricos, por qué se ocupan de hacer valer la verdad en vez de practicarla”.
Denostaba de las ciencias que no procuraban la felicidad. Como Sócrates, no sabía nada pero aspiraba a saber; por eso era un filósofo. Mendigó para comer pero, sobre todo y como decía, para ejercitarse en fracasar. Fue, por ello, un bendito que supo que la vida es un naufragio y que la verdad, su verdad, una tabla de salvación a la que estuvo asido durante 86 largos e indescriptibles años. Era un griego, es decir, alguien que sabía conversar con los hombres, pero cuando le preguntaban por su nacionalidad respondía sin titubear: soy un ciudadano del mundo. Y lo fue, desnudo, aterido, a la vista de todos, sin capa y sin sandalias, sólo con sus preguntas sin responder y sus respuestas no pronunciadas sino vividas. No conoció el amor pero sin duda le alcanzó la bienaventuranza: “felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor”. Quiso ser él y sólo él y lo logró hasta la plenitud (aunque muy pocos lo advirtieran) en las polvorientas calles de Corinto.
Es injusto que hoy se denomine síndrome de Diógenes a un trastorno del comportamiento que se caracteriza por el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario y la acumulación en la propia casa de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos. Porque, qué se puede acumular en un tonel en el que apenas cabe un hombre, qué locura es esa que deslumbró a Francisco de Asís como para que se vistiera solo con un sayal, qué abandono es el de aquel que escucha la voz de un dios que le dice deja todo lo que tienes, toma tu cruz y sígueme…