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Dolor, reconciliación, diálogo…
Suelen ser algunas entre las varias expresiones que se utilizan para diagnosticar como para zanjar la situación coyuntural que inquieta, desconcierta y preocupa a un sector muy significativo de compatriotas. Pienso que preconizar públicamente el uso de frases tales como: “me duele el Perú”, “busquemos la reconciliación nacional” o “sentémonos a dialogar, que se vayan todos”…, aún sonando mediadoras, no solo no guían hacia una solución, sino que la dilatan y, al extremo, desvían del camino hacia la misma.
Los expertos reconocen la relevancia de precisar, cuantificar y acotar la dimensión de un contexto de crisis, con miras –una vez aceptado el diagnóstico– a determinar un plan de acción que, al menos, tenga respaldo mayoritario. Sin embargo, los hechos cruentos y luctuosos que han cobrado muertes: unas por defender el estado de derecho, la Constitución y a todos los peruanos; y, otras, por imponer una ideología abiertamente contraria a esos principios y a los valores occidentales que el Perú ostenta. También han cobrado víctimas silentes que han perdido bienes, dinero, tiempo y esperanza, simplemente por “pasar o estar por allí”. Aún más, ¿cómo compensar a los millones de peruanos que verán aún más disminuida la calidad de los servicios públicos: salud, educación, desplazamientos, seguridad, etc., porque el Estado tendrá que cubrir las pérdidas económicas sufridas y reinvertir para recuperar la infraestructura violentada con actos terroristas? Pues bien, frente a este aciago escenario, las apreciaciones y valoraciones no coinciden. No solamente no coinciden, sino que aprovechando la penetración de las redes sociales y del impacto mediático, quienes adhieren el pensamiento marxista, en sus multicolores variaciones y grados, al justificar o defender esas acciones terroristas, terminan añadiendo más leña al fuego.
Cualquier Estado tiene como obligación promover el bien común y el progreso entre sus ciudadanos. Para lograrlo, es condición que garantice, en todo su territorio, la paz. Ambos se consiguen cuando se instala el orden interno, antesala de una convivencia pacífica. Hoy en día, independientemente de las naturales simpatías que pueda despertar, al gobierno de transición le compete hacer prevalecer y actuar en orden a la Constitución, defender la vida de los peruanos, de las instituciones tutelares y proteger el sistema democrático imperante en el país. Desde esta perspectiva, corresponde a los peruanos respaldar las decisiones conducentes al restablecimiento del orden y la paz; por tanto, con críticas acerbas o recurriendo con impugnaciones ante las diversas instancias del Poder Judicial frente a cualquier acción del ejecutivo, se perturba el avance hacia la paz y el orden.
En cambio, si el gobierno sorprendiera con la pertinaz demora en la aplicación de medidas que miren a combatir el desorden y la violencia, estaríamos frente a una embozada estrategia de renunciar –por complicidad– a cumplir con su deber, y, la sociedad estaría legalmente autorizada a manifestar públicamente su desazón y pesar. Muchos pendientes por resolver le esperan al Perú. Para enfocarse en su resolución, el primer paso es que reinen el orden y la tranquilidad.