El agradecimiento
Habitualmente, en las relaciones sociales, familiares, amicales y laborales somos sujetos de detalles, gestos y consideraciones que trascienden largamente las meras convenciones inscritas en los roles desempeñados en esos ámbitos. Me apetece un café. Ingreso a un establecimiento, con destino a la caja para cancelar. Me acerco a la barra, entrego el ticket, mientras preciso la modalidad de su preparación. Antes de saborear el aromático café, he tenido contacto con el vigilante, el cajero y el barista. La atención y el proceso han sido eficientes desde el punto de vista –cómo lo diré– de una transacción comercial. Sin embargo, la primera persona me obsequió un atento saludo; la segunda estuvo amable y, por último, la tercera tuvo el detalle de preguntar si a mi café le añadía leche con o sin lactosa. ¿Gestos como estos deberían asumirse como inherentes al protocolo de la atención a un cliente? Si fuera así, dichos detalles se considerarían –en cierto modo– como automatismos emitidos sin el querer libre de los dependientes; y, por tanto, la valoración de los clientes sería a la baja ante un hecho que “toca hacerlo” … y sabe a mecánico.
A poco que recapitulemos nuestro andar, podremos advertir que somos –más de lo que sospechamos– sujetos receptores de actos posibles; es decir, el querer voluntario con su exquisita presencia atiza las relaciones personales. Recibimos detalles, pinceladas que no guardan proporción con nuestras actuaciones u obrar. En la familia, con los amigos, en las relaciones laborales y en otras muchas circunstancias, el “otro” dona, regala, porque así lo quiere o lo valora –por cierto, como ser libre puede [de hecho ocurre en ocasiones] renunciar a hacerlo– una sonrisa, una atenta escucha, un saludo de buen día, un ceder el asiento, un explicar la tarea pendiente y un largo etcétera. Solemos asistir, casi sin el mayor asombro, a fenómenos de la naturaleza que, al ser repetitivos, se admiten como parte del paisaje ordinario. El hombre suele acostumbrarse a las cosas o sucesos que se tornan recurrentes. A veces se omite agradecer porque se espera ser beneficiario de gestos extraordinarios; o se presume que los detalles de afabilidad son insaboros, insípidos, sosos y que poco aderezan las relaciones humanas.
El agradecer tiene su enjundia. Quien recibe un don, un detalle, no solamente corresponde sonriendo mientras expresa un claro gracias, sino que en cierto modo se convierte en un deudor que asume el deber de devolver: a) el acto generoso; b) reconocer interiormente el afecto del que se ha sido beneficiario; y, c) extendiendo –como una gran cadena– esta buena práctica en los ámbitos en los que se desenvuelva cada uno. La gratitud obliga porque el acto que la generó se ha fundamentado en una gran condición humana: la libertad. Si nuestros buenos políticos fueran agradecidos y reconocieran el ejercicio de libertad en sus votantes se convertirían en sus deudores, de tres modos: cumpliendo a cabalidad sus tareas; gobernando, con el bien de los ciudadanos en mente; y, cuidando en el largo plazo los bienes de la patria.
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