El Alzheimer y el hijo
La madre de Javier Fernández tiene Alzheimer. Su historia forma parte de las doscientas que integran el libro Supercuidadores (Editorial LoQueNoExiste), que se ha presentado en la feria DiverOSénior de Madrid. En ella se muestra una rutina familiar que para una vida que crece y para otra que se extingue, significa nada más que amor.
Javier, de 29 años, dejó un trabajo estable en una empresa de telecomunicaciones y, además, su departamento en el que vivía solo, para regresar a la casa paterna y cuidar a su madre de 65 afectada por un Alzheimer temprano.
La visitaba periódicamente los fines de semana, pero fue viendo su deterioro y entendiendo que la capacidad de cuidado de su padre era insuficiente. Entonces optó por dejarlo todo y dedicarse a esa tarea. En estos días que cumple un año en ese sacrificado empeño, ha dicho que no se arrepiente de su decisión.
Hace poco declaró a un medio español: “Es verdad que cuando decidí dejar mi departamento y mi empleo para cuidar de mi madre, lo primero que sentí fue vértigo.
Después, miedo. Pero tenía ante mí la oportunidad de hacer que sus últimos años fueran maravillosos. Es la mejor decisión que he tomado en mucho tiempo. Lo mínimo que se merece es que la gente a la que quiere esté junto a ella y le ayude a sobrellevar la enfermedad de la mejor manera posible, con armonía y diciéndole al Alzheimer cara a cara: no te la vas a llevar tan fácilmente», asegura.
La rutina de Javier ha cambiado drásticamente. Su finalidad es que su madre se sienta lo más segura posible y padezca la menor confusión para que no sufra el fatal y lacerante desequilibrio que la enfermedad supone. Y lo que cuenta es sencillamente conmovedor: “Su aseo personal me lo tomo como una fiesta, me da igual tardar veinte minutos que dos horas. El solo hecho de que se siga peinando o lavando los dientes es una pequeña victoria para los dos y no estoy dispuesto a ceder al Alzheimer con facilidad.”
Sus pequeñas victorias, como sus diarios sacrificios, terminarán un día y él lo sabe. Eso no lo alivia ni lo desanima. Debe despertarse dos o tres por la noche para comprobar que no se ha levantado o para atender sus constantes peticiones. Y escuchar las dos o tres palabras que aún profiere y leer su rostro, a veces inmerso en una misteriosa felicidad.
“Cuidar de mi madre me alimenta el alma porque yo no solo la cuido, la doy felicidad. Verla reír es lo mejor del mundo para mí en estos momentos. Hemos aprendido un nuevo lenguaje, el emocional: nos miramos, le doy o me da un beso, una caricia, nos lanzamos sonrisas... Al fin y al cabo, la vida son instantes de felicidad y me esfuerzo por darle los máximos posibles”, anota este hijo ejemplar que sabe lo que es la vida. Y no lo olvidará.
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