El arte de gobernar
En las viviendas de un gran conjunto habitacional –como es lógico– se prepara la sopa según la receta familiar. Imaginemos que un día, un iluminado experto “descubre” que esa práctica es poco racional: ¡preparar sopas distintas para las 1.000 personas que allí habitan! Por tanto, en aras de la eficacia, propone que es mejor cocinar una sola sopa para todos los vecinos en una olla común; argumentando razones de ahorro, logísticas, de seguridad, de orden, etc. Aquel hombre no advirtió que tal propuesta conculcaría la libertad para elegir lo que a cada uno más le agrade. Pretextos siempre aparecen para que el totalitarismo y el paternalismo se activen.
Así las cosas, la sopa no tiene aceptación. La protesta cerrada obliga a consultar a otro experto, quien sentencia: mantener la olla común, cambiando el proceso de elaboración, cada familia pondrá los ingredientes de su preferencia, es decir, la sopa sería el resultado de la heterogénea variedad de los gustos particulares. Resultado: sabores en conflicto, más cercanos a la indigestión que a una apetitosa fusión. Cuando el individualismo prima, las intersecciones de las coincidencias son pocas, abundan las diferencias que terminan por imponerse unas sobre otras en virtud del poder individual o grupal. En el interés o capricho personal desbocados no es posible incluir las demandas del “otro”; en algunos casos, se le excluye porque obliga a postergar o impedir su satisfacción plena y, en otros, se le “usa” como instrumento para conseguirlos. Bajo el prisma del individualismo, es difícil hacerse cargo de que los demás -próximos y no tanto- son mi responsabilidad. Cuando el centro es el yo y mis solicitudes, poco espacio queda para la solidaridad, la cooperación y la acogida.
Ante la patente indigestión causada por la disparidad de los componentes de la sopa, un tercer experto tercia: “Qué tal si se eliminan aquellos elementos que no gusten y con extrema tolerancia, se incluyen ingredientes de sabor neutro, es decir, que no afecten los gustos de cada uno. Sin criterios que unifiquen ni cesiones a favor de terceros, el único componente aceptado por todos sería, sin duda, el agua y conclusión: más que sopa, se tendría agua caliente. Así es el permisivismo, deja hacer, sin solicitar esfuerzos ni compromisos porque son incubadoras de complicaciones. La autoridad tan solo tintinea en luz amarilla porque si todo se permite es que nada es importante ni valioso; de allí al escepticismo y al pesimismo no media distancia.
Gobernar personas no es sólo un asunto de habilidades de suyo convenientes, también reclama conocer la naturaleza humana de modo que los mandatos respeten su libertad, su responsabilidad y promuevan la solidaridad. Libertad para que puedan elegir, responsabilidad para que se hagan cargo de las consecuencias de sus decisiones y solidaridad como principio que mira a la comunicación de los talentos. El buen gobierno, más que un cargo con privilegios, es un servicio que remueve los obstáculos para que el ciudadano sea más libre, más responsable y más solidario.
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