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El Cochero de San Petersburgo

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Fecha Publicación: 14/07/2020 - 21:10
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¿A quién le importa un cochero en tiempos de pandemia, en donde no hay cocheros sino ataúdes que desfilan inadvertidos mientras la vida sigue?¿Para quién suenan las campanas de la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada del canal de Griboedova cerca del parque del Museo Ruso y la Avenida Nevski, en donde el zar Alejandro II de Rusia fue asesinado en marzo de 1881?

Dicho esto, debo decir que pocos como Anton Chéjov han logrado retratar tan fidedignamente la caducidad y, al mismo tiempo, la trascendencia infinita de la vida. Su mirada, larga y serena al interior de su alma conjuga, como en una pintura de Marc Chagall, con la que extiende en su relatos hacia la vasta inmensidad de Rusia: estepas que podrían ser parcelas; abedules que tiemblan pero que no transmiten temor y un jardín de cerezos cuyas flores pierden sus pétalos a la más leve brisa, pero los recuperan, intactos, en la siguiente primavera.

Amó la vida porque se supo situar en ella. Lo conmovía su fragilidad pero lo exaltaba su esperanza. Minado por la tuberculosis que le quitaba el aire para respirar pero no las ganas para seguir viviendo, tuvo, sin embargo, ojos para ver y vio: posadas, estaciones de ferrocarril, parques, salones y, sobre todo, los grandes campos de la Rusia desmesurada y única, las estepas, los bosques y- hacia esos primeros años del 1900- tantas vidas grises e inútiles, incapaces de comunicarse entre sí y sin posibilidad ninguna de cambiar una sociedad herida de muerte por la injusticia y por la soledad.

Como en la música de Chopin, en los cuentos de Chéjov, uno, casi sin querer, se asoma a la ventana desde donde todo es visible: la ciudad está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los caballos, sobre los hombres, sobre los sombreros... En esa ciudad Chéjov vivió. En medio de esas penumbras y al reflejo de esos gruesos copos de nieve, escribió su obra que ha perdurado porque en ella se celebra la vida a pesar de su precariedad y de su sinsentido y a pesar de que no escogemos el lugar ni la hora para encontrarla. Él la halló en un tiempo terrible (tal vez lo mismo que nosotros) pero la miró a los ojos sin desazón y descubrió lo que tantos felices descubrieron en su hora más alta: que es triste pero única y que, aun así, es un hermoso escenario para el amor y para las más genuinas batallas.

Encontré a Chéjov ( su nombre era Yona) en una vieja calle de San Petersburgo, muy cerca de los cementerios de Lázarev y Tijvin, en los cuales descansan los restos de Dostoyevski y de Chaikovski, que narraron y musicalizaron como nadie la inmensidad de Rusia. Apurado por algo o por alguien que ya olvidé, subí a su desvencijado carruaje y le pedí que me llevara a la estación del tren, pero pude decirle que me llevara a ninguna parte. Intuyó mi desorientación y seguramente para aliviarla me contó una historia que no quiero reproducir porque me partió el alma. No le dije nada porque no atiné a nada. Me dejó en la estación y acompañado, como siempre, sólo por su caballo se perdió en la penumbra de San Petersburgo.