El Colegio de Politólogos: una herramienta para construir futuro
En el Perú, durante décadas, los profesionales de la Ciencia Política han ejercido su labor sin una organización que los respalde, los represente ni los defienda. Paradójicamente, mientras se discuten temas como la institucionalidad democrática o el fortalecimiento del Estado, la propia comunidad politológica ha carecido de mecanismos institucionales para proteger su desarrollo profesional. Por eso, la creación del Colegio de Politólogos del Perú (CPOL), establecida por la Ley N.º 32147, es un paso decisivo hacia la madurez de la disciplina en el país.
La ley que le da origen reconoce explícitamente al politólogo como un profesional con título en Ciencia Política y establece la colegiatura como requisito para el ejercicio profesional. Esta medida, lejos de ser una barrera, busca asegurar que quienes se presentan como politólogos efectivamente cuenten con la formación necesaria, evitando el uso indiscriminado del título por parte de terceros ajenos a la disciplina. En un país donde no faltan los opinólogos disfrazados de especialistas, esta certificación no solo es deseable: es urgente.
Quienes critican la creación del colegio suelen apelar a principios nobles: la libertad de asociación, la diversidad de pensamiento, el temor a la burocracia. Pero basta revisar el proyecto de estatuto —el primero, que está por someterse a votación en una asamblea nacional abierta— para ver que estos principios no solo están garantizados, sino que son su columna vertebral. El documento se construye sobre pilares como el pluralismo, la independencia política e ideológica, la solidaridad gremial, la ética profesional y el servicio público.
El pluralismo, por ejemplo, no es una palabra vacía: el estatuto propuesto prohíbe que más de un miembro del Tribunal de Ética provenga de la misma universidad y exige alternancia regional en sus listas nacionales. En otras palabras, está diseñado para evitar justamente aquello que se teme.
Además, el CPOL no es un club de amigos ni una entidad limeñocéntrica. Está estructurado de forma descentralizada, con filiales departamentales autónomas y requisitos estrictos de representación geográfica. Esto corrige un viejo problema del sistema profesional peruano: el centralismo académico y político. Y lejos de crear una “burocracia más”, ofrece servicios concretos: bolsas de trabajo, certificación, defensa gremial, acceso a formación continua y representación ante el Estado.
Entonces, ¿por qué hay voces tan vehementes en contra? ¿Por qué una estructura diseñada para garantizar la participación, la diversidad y la ética genera tanto rechazo en algunos sectores? Tal vez la respuesta no esté en lo que el colegio hace, sino en lo que impide. El CPOL pone fin al desorden, al uso libre de un título profesional, a la fragmentación de la comunidad politológica. Y ese nuevo orden amenaza ciertos intereses: redes informales, espacios de poder sin control, cuotas de influencia que hasta ahora no respondían a nadie.
Es legítimo que se critique y se propongan mejoras. Pero cuando el rechazo se mantiene incluso frente a un diseño inclusivo, democrático y plural, cabe preguntarse si no hay detrás un temor a perder privilegios más que un verdadero interés por proteger derechos. Porque lo cierto es que el colegio no impone una verdad única: garantiza que todas las voces tengan un espacio para escucharse y decidir en común.
Quizá quienes más se oponen son, precisamente, los que más cómodos han estado ejerciendo de politólogos sin rendirle cuentas a nadie. Hoy estamos frente a una disyuntiva: construir una comunidad profesional fuerte o perpetuar la dispersión y el desamparo institucional. Entre quienes quieren dignificar la Ciencia Política y quienes prefieren mantenerla fragmentada, la elección no debería ser difícil.
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