El costo de que Villarán usara la cultura como fachada
Se ha reactivado el juicio contra Susana Villarán, exalcaldesa de Lima (2011-2014), por los aportes confesados de Odebrecht y OAS para sus campañas en torno a la revocatoria y la reelección. Más allá del debate legal, lo mediático del caso permite reflexionar sobre los peligros de tratar la cultura como fachada política y no como un proyecto de largo aliento.
Durante su gestión, Villarán articuló un discurso cultural que pretendía legitimar su política con ideas de participación y autogestión cultural: conciertos masivos en el Cercado, ferias callejeras, centros CREA (Cultura, Recreación y Educación Ambiental) en parques zonales, y la apertura de espacios bajo la narrativa del “derecho a la ciudad”. Pero la falta de una estrategia clara —y la lógica de instrumentalización política— terminó por minar la credibilidad del proyecto cultural.
El mayor problema fue que las estructuras creadas se convirtieron en bolsas de trabajo político: funcionarios, coordinadores y relaciones públicas absorbieron el presupuesto, sin lograr un impacto sostenible en el ecosistema cultural. Ese desequilibrio —gasto visible, discurso legitimador, pero escasa conexión con redes culturales reales— convirtió la gestión en una herramienta político-electoral.
Cuando ese recurso simbólico se desgasta —por escándalos, falta de resultados o cuestionamientos— el golpe recae sobre el sector cultural. Parte de la población termina asociando a los artistas con clientelismo, improvisación y política. Esto empeora cuando la figura política vinculada al proyecto cultural enfrenta acusaciones de corrupción: la legitimidad del discurso también queda dañada, aunque los creadores no tengan relación con los hechos.
En el caso Villarán, la admisión de fondos de Odebrecht y el contexto de contratos viales (Línea Amarilla, Vías Nuevas de Lima) implican que su proyecto cultural quede contaminado por la corrupción. Si aspiramos a que la cultura sea eje del desarrollo democrático, no podemos repetir esa historia.
La cultura no debe usarse como ornamento político. Debe ser vista como un bien estratégico, motor de empleo creativo, herramienta de cohesión social y espacio de identidad compartida. Para eso se requiere transparencia presupuestal, criterios claros de asignación, fondos concursables, jurados independientes y rendición de cuentas.
También se necesita descentralización real: Lima no puede seguir concentrando la producción cultural. Las regiones deben diseñar sus propias agendas, con autonomía y apoyo técnico.
Nada será sostenible sin formación artística, infraestructura, mantenimiento, incentivos tributarios y redes de circulación. Además, cultura debe articularse con educación, turismo, medio ambiente e innovación.
Finalmente, se debe fomentar participación ciudadana genuina. El juicio contra Villarán nos recuerda que la cultura se perjudica al ser instrumentalizada. Como sociedad, debemos exigir inversiones culturales con método, propósito y resultados reales: empleo digno, circulación de obras y fortalecimiento de identidades locales.
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