El enigma de la informalidad
Veo los noticieros de la mañana. Me sorprende una nota en vivo desde las calles de Gamarra, vía microondas. El ministro del Interior, Víctor Torres Falcón, lidera un operativo de desalojo de ambulantes en La Victoria. ¿Pretexto para hablar de coyuntura? ¿Torpeza por ser confundido con un alcalde distrital? ¿Acto fallido por demostrar que está por encima del jefe de la Policía Nacional? En realidad, aún no entendemos su aparición pública esa mañana.
Lo cierto es que esta demostración de bajos estándares en la actual gestión pública vista en los rostros de ministros de Estado, no solo se refleja en las lamentables cifras de popularidad de las autoridades. Son también la expresión de un patrón que se manifiesta en lo social, económico, político y ahora gubernamental: el Apogeo de la Informalidad.
Entendemos por informalidad esa categoría sociológica que muestra un comportamiento ciudadano subestándar. En lo económico es quien vende sin permiso en la calle, o contrata personal sin reconocer beneficios laborales, o quien evade o elude tributos, o quien no garantiza la calidad del producto o servicio que ofrece al consumidor.
En lo político es quien acepta militantes con problemas judiciales, psicológicos o de dudosa procedencia profesional, generalmente vinculados con actividades ilegales, o quien no tiene una opción por el diálogo y la concertación y prefiere la imposición autoritaria, o quien prefiere ignorar la necesidad de tener un plan de gobierno a cumplir si decido postular a un cargo público.
En lo gubernamental es el funcionario que tiene conflicto de intereses, pero se hace el loco mientras no es advertido por los órganos de control, o quien ha confundido la razón de ser de la función pública, y cree que los ciudadanos están al servicio del Estado, cuando es exactamente al revés.
Lo común a estos personajes es que sus actos no superan las altas expectativas que se esperan del rol económico, político y gubernamental que cumplen en la sociedad. Pero lo más preocupante hoy, en el Perú, es que estos personajes informales son la gran mayoría, y tienen el mismo poder de elección que aquellos ciudadanos que sí logran alcanzar los “altos estándares” de comportamiento que se esperan en un Estado de derecho y una sociedad democrática.La in
formalidad se ha vuelto la norma. Una minoría formal no entiende por qué se comportan así. Pero tarde o temprano tendrán que aceptar que ellos representan una nueva formalidad. Si nuestros líderes no entienden este proceso de forzada inclusión social y económica (lo que para algunos es solo un deterioro), y no reconocen lo que para la mayoría es una forma distinta de vivir, seguiremos poniendo en riesgo nuestra propia convivencia. Puede gustarnos o no, pero los buenos deseos de un mundo distinto no lo hacen realidad. La realidad es lo que es. Y sobre ella debemos trabajar.
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