El héroe de Alan
Siempre distinguí en Alan García el entrañable amor por su familia, la etérea relación que mantenía con un padre esquivo al afecto, a quien conoció cuando retornó a casa “con sombrero de fieltro y una pequeña maleta”, recuerda en sus Metame morias , después de pasar cuatro años recluido en El Frontón, penuria política que soportó sin ruidos ni quejas, con valor y estoicismo, serenidad propia de un personaje con densidad espiritual.
Fueron, 8 años entre rejas, 4 años en clandestinidad y 4 años más en el destierro, 12 en total, que sufrió Carlos García Ronceros, secretario de Economía y secretario de Organización del APRA, quien, para Alan, era el héroe que fue descubriendo y admirando con dulzura, de quien no pudo despedirse porque no autorizaron su retorno del exilio. Sobre él preguntaba: ¿Cómo un hombre sereno y silencioso, aparentemente ajeno a toda emocionalidad, se vio involucrado de pronto a esa llamarada social que incendió la conciencia del Perú en 1931?
Don Carlos era, sin duda, el héroe secreto de Alan, el revolucionario de los tiempos del martirologio aprista, y en esa condición lo invitó a clausurar el penal El Sexto, en abril de 1986, cuando me desempeñaba como ministro de Justicia. Silente, don Carlos García Ronceros, acompañado de su esposa Nita Pérez, maestra y activista del partido en las buenas y en las malas, recorrió con ojos serenos el lúgubre penal al que su hijo, ahora presidente, ponía candado. Miraba, contrito, viejas y cuarteadas paredes, rejas oxidadas, respirando el tóxico olor a moho, en ese espacio de melancolía y recuerdos fatigosos, hospedaje de numerosos compañeros, protagonistas de episodios dramáticos y de epopeyas cívicas a la vez.
Finalmente, su héroe oculto, puso cerrojo a la celda y, al hacerlo, seguramente pensó que así clausuraba todas las celdas de prisioneros políticos, apristas o no apristas, porque ninguna democracia en el mundo puede permitir que se enmarroquen las ideas, que se encadene la libertad. Por ese afecto, en su libro póstumo titulado Metamemorias , dedicó a su padre varias páginas de recuerdos, como también hizo con Haya de la Torre, su otro padre, el politico, a quien admiraba con devoción mística, casi religiosa. A tal punto era su cercanía espiritual, que no pudo resistir la tentación de dormir una noche en su cama de la residencia de la embajada de Colombia, donde el viejo combatiente e ideólogo fue impedido de salir durante 5 años, 3 meses y 3 días. Nunca nos reveló si estableció algún contacto con el jefe del partido, pero no dudo que durante esa velada de nostálgica evocación oró por él, transitó por las mismas escaleras, pasadizos y ambientes que recorrió y que su presencia estaba en su casa, en su oficina, en locales partidarios y sobre todo en su corazón. En ese corazón grande, de niño, cuando jugaba son sus hijos y después con sus nietos; corazón grande, igualmente, que nunca supo odiar, que perdonó a quienes dedicaron su vida a vejarlo, calumniarlo o insultarlo. Y, ahora, vuelve Alan, presente a través de un libro, cuyas páginas recorreremos una a una, acompañando las vivencias de un amigo entrañable, que es parte de la historia del Perú.
Al leer sus Metamemorias , viene a mi recuerdo esa dulce fotografía caminando por una calle de Madrid, al lado de su hijo, Federico Dantón, con un cono de algodón de azúcar en la mano. Con esa imagen me quedo, porque proyecta la dimensión humana de un político e ideólogo que, sobre todas las cosas, vivió amando con intensidad a su familia.