El hombre y los valores
Si nos apeamos después de dar vueltas en la impalpable vía de Internet, alarde de la tecnología moderna que nos sitúa donde queramos y proporciona la comunicación más insólita, comprobaremos que pasa del medio mundo largamente la población que sufre. Esta, a la vez, clama por una paz que no alcanza, por una reconciliación que necesita, pero para cuyo logro se muestra remolona, sin esfuerzo sincero para que se cristalice.
Una ojeada a los periódicos o una breve atención a las noticias que ofrecen la radio y la televisión evidencia que un alto porcentaje -por no decir la mayoría- de aquellas son el fiel reflejo, patético, dramático, de hechos que afectan directamente al hombre, que arrinconan a la sociedad en un oscuro callejón cuya salida parece tapiada, sin resquicio visible por la desidia de muchos.
Resulta paradójico que el causante del sufrimiento es el mismo protagonista y víctima: el hombre. Lo absurdo es que en la mayoría de los casos tiene plena conciencia de lo que hace. Actúa con toda la facilidad de ser libre para escoger entre lo bueno y lo malo.
La decisión que toma -de hacer o no hacer- depende mayormente de su voluntad. Si esta flaquea y se torna débil, proclive a lo que daña y no a lo que representa bondad, se actúa fuera de lo normal. La normalidad de la conducta humana puede verificarse y fundamentarse si se demuestra suficientemente que la generalidad del fenómeno responde a las condiciones usuales de la vida colectiva en un tipo social determinado, así como a la sana razón de los actores que somos todos en este gran teatro del mundo.
El motor que determina e impulsa la actividad humana se encuentra en el fondo del psiquismo, el cual crea una necesidad -a veces ficticia- cuya exigencia de satisfacción sobrepasa los límites normales. Esto incita a la ansiedad y suele precipitar a lo indebido.
Son necesidades excitadas, sobredimensionadas respecto a la riqueza, el poder, el predominio.
¿Y cuál puede ser -o es- esa causa a la que se le achaca el desconcierto, el desorden, el desequilibrio que compromete tanto la parte espiritual como la material hasta producir angustia y empujar al absurdo?
Tal vez -con buena voluntad- la encontremos en el alejamiento creciente de los principios y valores que orientan la vida. Si hurgamos hasta la entraña de la sinrazón de muchos hechos hallamos algo que se esconde dentro del propio yo, que, turbado, busca lo que tiene, pero no lo ve.
El hombre entonces deambula persiguiéndose a sí mismo en pos de la paz que no podrá alcanzar si antes ella no está en él, en su propia conciencia, en la tranquilidad de su pensamiento, en el orden que no existe fuera de lo moral, de lo ético, de lo debido, del difícil pero imprescindible deber ser. Y sobre todo de la íntima comunión con el Hacedor de todo lo creado, hontanar venero de la existencia y del sosiego que tanto falta en las relaciones humanas a nivel individual, social, del Estado y naciones.
No olvidemos las palabras del Santo Padre Juan Pablo II: “La familia es base de la sociedad y el lugar donde las personas aprenden por vez primera los valores que les guían durante toda su vida”.
Pongámoslo en práctica, lo demás… vendrá por añadidura.
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