El mar
Ayer ha sido el día de los vastos océanos. Nosotros, que tenemos la suerte de mirar uno todos los días, tenemos también -y acaso no lo sabemos- la suerte de mirar por ello lejos, porque eso es el mar básicamente: lejanía, distancia, horizonte perpetuo. El capitán Ahab a bordo del Pequod en la novela Moby Dick miró por sobre el mar y se dio cuenta de cuán solo se encontraba, contó Hemingway.
Parados en la orilla de la playa, podríamos repetir la copla de Yupanqui: “Junté puñados de arena/con las manos bien cerradas/con el amor fue lo mismo/abrí las manos y nada.” Podemos, sin embargo, sustituir la palabra amor por vida, porque después de todo qué es la vida sino amor, nacido o por nacer, encontrado o perdido, realizado o frustrado… pero amor al fin si es que acaso hay un fin.
Mirar de lejos puede dar un sentido a la existencia, estructurar nuestra visión del mundo de alguna específica manera, enseñarnos a añorar la distancia y a distinguirla del insondable crepúsculo, ponernos de frente a lo vivido y lo soñado y a lo que no se ha vivido aún pero falta soñarse. En todo caso el mar está allí para enseñárnoslo. O tal vez no lo hemos aprendido, porque a nuestra espalda está la cordillera…
Borges-que era agnóstico- decía que el mar es el epitafio de los vikingos. Un judío podría decir igualmente que es el pasadizo por donde sus antepasados huyeron alguna vez en el mar Rojo. Y un cristiano, que es la ciudad de Tiberiades, la de aceras relucientes por las que caminaba el hijo de Dios. Y un musulmán puede recordar el versículo 53 del capítulo 25 del Corán y decir que Alá ha hecho que las dos grandes masas de agua fluyan en su seno; una dulce, agradable; otra, salada y amarga. Como en la propia vida.
“El río está adentro de nosotros pero el mar nos rodea por todas partes” escribió el poeta T.S. Elliot. Y Neruda dijo: “Necesito del mar porque me enseña / no sé si aprendo música o conciencia/
no sé si es ola sola o ser profundo/o sólo ronca voz o deslumbrante/ suposición de peces y navíos.” Paul Valery escribió: “El mar, el mar: siempre se inicia.” Y Terence Rattingan, en el aislamiento de su homosexualidad señaló que el mar era una metáfora de la soledad. Y Baudelaire, el poeta maldito, dijo al borde de todos los abismos de la tierra que el mar era un emblema de la libertad. Alfonsina Storni, por su parte, no dijo nada sobre él pero lo buscó en su hora suprema cuando por vez postrera lo miró desde uno de los espigones del Club Argentino de Mujeres de Mar del Plata.
No hay mar sin dioses. Enki lo fue para los babilonios, Isis para los egipcios y Leviatán para los hebreos; los fenicios adoraban a Astarté y los griegos a Poseidón, como los romanos a Neptuno y los cartagineses a los hermanos gemelos Castor y Pólux. En las mitología escandinava y finladesa, los dioses era Kraken y y Ahti. Y en la azteca Tlaloc. La estrella de los mares fue para los hispanos Stella maris y lo sigue siendo bajo el manto de la virgen María.
“¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día/Ulterior que sucede a la agonía.”
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