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El monstruo somos nosotros

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Fecha Publicación: 07/08/2025 - 21:10
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”Martin” es una película de vampiros sin vampiros. Así, a secas, sin capa, sin colmillos, sin ataúdes ni crucifijos. Estrenada en 1977 bajo la dirección de George A. Romero —el mismo que revolucionó el cine de terror con Night of the Living Dead—, Martin se presenta como una de esas obras que no solo incomodan: descolocan. Porque lo que plantea no es simplemente una revisión del mito vampírico, sino una pregunta incómoda: ¿y si el monstruo no fuera un ser sobrenatural, sino uno de nosotros?
Martin, el protagonista, es un adolescente común, casi encantador, pero marcado por un deseo insaciable de sangre. No vuela, no muerde cuellos con elegancia, no vive desde hace siglos. Más bien, vive en los márgenes de su propia mente, atrapado entre la creencia de que es un vampiro ancestral y los impulsos incontrolables de su juventud. En otras palabras, Martin es la encarnación perfecta del “terror de lo cotidiano”, concepto sobre el que ya hemos reflexionado en otras columnas: ese miedo que no necesita de castillos ni criaturas sobrenaturales, sino que se instala en lo doméstico, en lo íntimo, en lo aparentemente normal.
La película funciona como una respuesta lúcida y cruel a las figuras clásicas del género. Aquí no hay un Nosferatu doliente ni un Drácula seductor. En su lugar, hay un chico raro, el típico “outsider” de la escuela, del barrio, del mundo. Y es precisamente en ese perfil donde Romero acierta de lleno: Martin es un coming of age para todos los “raros del salón”, los inadaptados que buscan desesperadamente su lugar, aunque ese lugar implique la transgresión, la oscuridad o incluso la violencia.
Claro, esto no significa que la película justifique a Martin. Todo lo contrario: el horror de Martin reside en su ambigüedad. ¿Es una víctima o un victimario? ¿Un enfermo mental o un vampiro moderno? Romero no responde. Y esa negativa a moralizar es, quizás, su apuesta más arriesgada. Porque Martin no juzga a su protagonista, lo expone. Lo lanza como una piedra en el estanque estancado de nuestras certezas morales. El hiperrealismo con que está filmada —sangriento, directo, sin filtros— incomodó tanto a la censura como a algunos sectores críticos. Pero esa incomodidad no es gratuita: es el motor de la película.
Como sucedió con La naranja mecánica, también a Martin se le acusó de romantizar al villano. Pero, en el fondo, lo que Romero nos obliga a ver es que Martin no es el problema. El problema es la sociedad que lo encierra en una narrativa de monstruo. El verdadero horror no es la sangre, sino el rechazo, la marginación, el peso de las supersticiones heredadas. El pueblo que lo acoge es el que lo sentencia. Y así, la pregunta de si Martin es o no un vampiro se vuelve secundaria. Lo importante es lo que proyectamos en él.
Martin es una película incómoda, sí. Pero también necesaria. Porque nos recuerda que el monstruo no siempre viene de afuera. A veces, el verdadero vampiro está en quien mira.

Por Sol Pozzi-Escott 

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