El odio probablemente continuará
EXPRESO preguntaba ayer en su portada “¿Se acabará el odio?”, refiriéndose a lo que pudiese venir después de la muerte del exmandatario Alberto Fujimori, ocurrida, por esas cosas del destino, un día antes de conmemorarse treinta y dos años de la captura del despiadado exterminador Abimael Guzmán. Este escriba lamenta que la historia del Perú seguirá siendo escrita por una cofradía de marxistas. Hablamos de resentidos sociales, que se han apoderado de nuestra literatura, provistos de un enfermizo aborrecimiento a quienes no idolatran a los matarifes totalitarios de las izquierdas, a quienes jubilosamente ellos llaman mártires. Empezando por el asesino en serie Abimael Guzmán, cuyos fanáticos seguidores impedirán –de por vida– ese perdón que clama la mayoría de peruanos. Los rojos lo evitarán siempre, como táctica sociopolítica para seguir avanzando hacia la conquista del poder absoluto que caracteriza a esos intolerantes revolucionarios.
Es evidente que, durante estos veintidós años de equivocado posterrorismo que vive el país, porque, sin la menor duda, tanto política como económicamente, Sendero Luminoso no solo está presente en el Vraem (zona liberada a la cual el Estado no tiene acceso; y desde donde Sendero abastece a sus huestes de infinitos millones de dólares, producto del narcotráfico), sino que la izquierda permanece consolidándose, particularmente al interior del Estado, tras la amañada elección que vivimos en el año 2021, dirigida por un sujeto comunista, abogado de terroristas, quien le regaló la presidencia del Perú a un profesor ágrafo (parece ser un oxímoron, pero es realidad en este país de desconcertadas gentes) afiliado al Movadef, brazo político de Sendero Luminoso.
En consecuencia, queda claro que esta lacra terrorista continúa avanzando, por ahora, rampando fundamentalmente al interior de la arena política.
Como todo auténtico líder, Fujimori despertaba pasiones a favor o en contra suya. Deja, asimismo, lo que pudiese ser el único partido político organizado del país; además de una pléyade de partidarios, hombres y mujeres –principalmente mayores– a quienes ayer se vio sumidos entre la pena y el llanto; cosa que –exceptuando al partido Aprista– jamás ocurre con las demás, si pudiera denominárseles, cofradías políticas tan venidas a menos en este país.
Por lo demás, Fujimori estabilizó la quebrada economía nacional y aseguró su permanencia a futuro, tras promover que el Congreso debata, modifique y promulgue la sólida Constitución de 1993; pese a los desastrosos gobernantes que ha tenido el Perú desde que Ollanta Humala asumió la jefatura del Estado, seguido por Pedro Pablo Kuczynski, Vizcarra, Sagasti, Castillo y Boluarte. Fujimori deja, pues, un controvertido legado político y social, sumado a un severo rechazo de sus opositores en la izquierda: su figura política ha consolidado tanto admiración como rechazo, dividiendo al Perú entre fujimoristas –los partidos que no son de izquierda– y antifujimoristas, el resto de grupos políticos de izquierda.
Difícil tarea para la derecha dejará la ausencia permanente de Alberto Fujimori y sus millones de simpatizantes. Lamentablemente, sus herederos no pudieron dar la talla que demandaba estructurar un liderazgo como aquel deslumbrante activo político que ha dejado la desaparición de su padre.
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