El Príncipe de las Tinieblas
Los campos de Marston Green en Inglaterra y una calle de Turín, en el norte de Italia, tienen algo insólito en común: en ellos habitaron dos jóvenes caballos misteriosos con los que se encontraron –con un siglo de diferencia– Ozzy Osbourne, el cantante y Friedrich Nietzsche, el filósofo. Ozzy había acabado de ingerir diez pastillas de ácido para drogarse, y Friedrich deambulaba apesarado para no pensar.
El mítico cantante de Black Sabbath habló casi una hora con su ocasional amigo y a partir de lo que se dijeron en esa charla, el Príncipe de las Tinieblas prometió no drogarse más. Por su lado, el filósofo que mató a Dios en sus escritos, abrazó al animal que había sido golpeado por su dueño y lo consoló mientras la razón lo abandonaba para siempre.
Ozzy convirtió su locura en leyenda. Y no reparó en nada. Mientras cantaba a las tinieblas se metía en ellas sin remedio. Una noche de enero de 1982, en el auditorio Veterans Memorial de Des Moines, en Iowa, cogió un pequeño murciélago que había caído en el escenario y le dio un mordisco…
No hay duda, creo, de su gran talento. Patriarca del Heavy Metal, una expresión musical a la que se puede acusar de todo menos de no tener calidad artística, Ozzy encandiló a varias generaciones con su estilo tan personal, con sus canciones, con su voz ronca y desolada. Tuvo excesos, tantos, que estudiosos se preguntan cómo hizo para resistir y morir en paz, hace unos días, a los 76 años rodeado del afecto de sus familiares más cercanos.
Creo que desde antiguo las tinieblas nos han seducido. Era lógico, entonces, que su príncipe presidiera uno de nuestros rituales diarios: la música. Las piezas de Schumann y las de Osbourne tienen algo en común, además de provenir de la locura: son expresiones del ser colectivo en deuda con su destino. La pasión con la que los muchachos de las recientes épocas han vibrado con su música, hacen que Ozzy Osbourne sea un clásico que canta con el lado oscuro del alma. Si alguien quiere escuchar la voz del otro lado, tersa y luminosa, que en el Heavy Metal la complementa, debe oír a la bellísima Simone Simons de la banda Épica interpretando “Cry for the Moon”.
Nietzsche murió loco y Osbourne más cuerdo que nunca… cosas de la vida. Ya mucho antes, sus amigos de Marston Green y de Turín desaparecieron sin dejar rastro. ¿Cómo habrá sucedido? La historia, por supuesto, no lo registra. Ningún comentario erudito tampoco. Entonces acudo, para saber, a un verso de Los Comentarios Reales de quien fuera mi amigo, Antonio Cisneros: “…y los jóvenes caballos se perdieron atrás de la muralla”.
Jorge.alania@gmail.com
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