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El retorno del inquisidor: la prueba ilegítima

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Fecha Publicación: 04/10/2023 - 22:40
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El mayor ejemplo de injusticia, de asimetría procesal y de vulneración al debido proceso en la historia lo constituye la Santa Inquisición. Aquel Tribunal que existió desde la Alta Edad Media, estuvo en nuestro país durante toda la etapa virreinal. Las inequidades eran mayúsculas: presunción de culpabilidad, inexistencias de garantías mínimas y escarnio público. El mismo San Juan Pablo II durante su pontificado pidió perdón en el año del jubileo por las incontables atrocidades cometidas en nombre de Dios y la justicia.

Ahora vivimos otros tiempos en los que la garantía de convivencia y el límite al poder se encuentran en un pacto social llamado Constitución. La Constitución en su parte dogmática garantiza que las prácticas inquisitoriales sean estudios de historia. En ella, no se hace referencia expresa al derecho a la prueba, institución fundamental del proceso. La prueba es un derecho fundamental implícito que se encuentra contenido dentro del Debido proceso. La prueba es determinante para la decisión final y desde la visión constitucional tiene un contenido múltiple. Uno de sus elementos fundamentales lo constituye la obtención legítima de los elementos de convicción dentro de un proceso. Esta condición es universal e indiscutible: se exige para cualquier materia discutida y sin importar quienes sean los litigantes.

Debe eliminarse del proceso el caudal probatorio ilícito, a ello se denomina exclusión probatoria. Cuando se presenta esta figura, se colocan dos instituciones frente a frente: el derecho fundamental al Debido proceso en su manifestación del Derecho a la prueba y la eficacia del interés punitivo del Estado. Al respecto, existe un extravío conceptual sobre la posibilidad de que en algún caso pueda darse prioridad de la segunda por encima de la primera: Es un imposible jurídico en un Estado Constitucional de Derecho, pues se trata de límites autoimpuestos por el Estado con el propósito de fortalecer el equilibro de poder y la intangibilidad de la dignidad humana. Nuestra Constitución y la Convención Americana de Derechos Humanos al unísono consagran derechos fundamentales cuya interpretación pro homine se maximiza y la interpretación pro stato se minimiza. Y no se trata solo de una regulación desde el cielo constitucional y convencional, sino que hace a la esencia de nuestro sistema procesal penal consagrado en este siglo XXI: que el debate procesal se desarrolle en igualdad de armas. Esto, no solo se traduce en igualdad de oportunidades y tiempo, sino en la legitimidad de estas. Mal haría el Estado, en utilizar pruebas conseguidas con violación de derechos para ser usadas en un proceso en que se busca restringir estos, producto de una sanción. La igualdad de armas sería un brindis al sol. Es como si en un duelo establecido a puño limpio, uno de los contendientes saca un arma que está prohibida en esa lucha. Máxime, si lo hace quien tiene más poder y al mismo tiempo debe garantizar los derechos de ambas partes.

En tiempos de populismo punitivo y juicios paralelos es importante recordar esto. Su olvido significaría el retorno del inquisidor y los linchamientos públicos que más cerca están de la venganza y la intolerancia que de parecerse al gran logro de la humanidad: un proceso justo.

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