El rol de la ONU en la guerra de Rusia y Ucrania
Recientemente se acaban de cumplir 2 años de la nefasta guerra entre Rusia y Ucrania, que muchos creímos que se sería realmente efímera, y muchas reflexiones se vienen realizando en torno del rol de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), para detenerla y aplacarla, a luz de su naturaleza constitutiva como el mayor foro político del planeta, llamado a mantener la paz en el mundo, que es su finalidad fundamental. Lo primero que debemos afirmar es que la ONU es una organización internacional, es decir, un sujeto del derecho internacional como el Estado –la ONU por tanto tiene derechos y deberes–, dado que asume el activo de la responsabilidad internacional por sus acciones y los actos de sus funcionarios en su nombre, pero carece de soberanía, una cualidad intrínseca solo atribuible al Estado. La ONU fue constituida por un tratado, que es la Carta de San Francisco, su instrumento jurídico estructural. En efecto, no existe un documento jurídico-político más universal en la historia de la humanidad que la Carta de las Naciones Unidas o Carta de San Francisco, firmada el 26 de junio de 1945. La Carta fue refrendada por 50 de los 51 Estados que integraron la ONU en el momento de su creación. Polonia lo hizo pocos meses después. Por Perú, lleva la firma del eminente internacionalista, Alberto Ulloa Sotomayor, exministro de Relaciones Exteriores, que para disponerse a cumplir la misión encomendada por el Gobierno del presidente Manuel Prado Ugarteche, debió dejar su cátedra de derecho internacional en San Marcos a su asistente, más tarde, también descollante internacionalista, el maestro Andrés Aramburú Menchaca. Redactar la Carta no fue una tarea fácil. Su contenido de 111 artículos –hubo pocas enmiendas, pero trascendentales, como el cambio de Taiwán por China continental en el Consejo de Seguridad– debía tener la virtud de recoger las aspiraciones de todos los pueblos del mundo –los que la firmaron inicialmente y los que fueron incorporándose abrumadoramente después hasta llegar a los 193 Estados de hoy– y qué bien que lo logró, pues el referido mantenimiento de la paz, se abrió paso como el objeto central de la Carta.
Era lo esperado. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) había dejado el saldo de más de 60 millones de muertos –cuéntese en esta cifra general a los más de 6 millones de judíos eliminados por el Holocausto de Adolfo Hitler y los que en el acto murieron por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki–, alrededor de 65 millones de heridos -entre ellos, unos 35 millones en la condición de graves- y más de 3 millones de desaparecidos. Con esas cifras escalofriantes que habían aterrado a la comunidad internacional, a nadie se le ocurría hablar de ningún asunto que no fuera el referido mantenimiento de la paz que hoy se pide para la guerra en Europa del Este. La Carta de San Francisco, que entró en vigencia el 24 de octubre de 1945, constituye, entonces, el mayor tratado que hayan convenido los pueblos del mundo. De allí que, por su carácter comprehensivo y totalizador, habiéndose convertido en el texto más trascendente y eficaz para la convivencia pacífica de la civilización planetaria, es que se espera una acción más eficaz y efectiva por parte de la ONU, para crear las condiciones que abran paso a una etapa de negociaciones profundas en la idea de ponerle coto a la guerra.
La ONU no puede perder de vista que desde su creación la ONU ha mantenido una relación realmente armoniosa de coordinación con los Estados que decidieron crearla y sobre todo respetando escrupulosamente el carácter pétreo de su referida soberanía, por lo que está investida de una moral internacional capaz de generar el contexto diplomático que no vemos. António Guterres, su secretario general, debería levantar la voz de la exclamación antes que el de la invocación. Los miles de vidas ucranianas y rusas que siguen perdiéndose en los campos de batalla, así lo exige.
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