«El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente»
Queridos hermanos:
Estamos ante el Domingo XXVI del Tiempo Ordinario. ¿Qué nos dice el Señor? El Evangelio que es el rico epulón y Lázaro, indica el centro de toda la Palabra de hoy. Es muy interesante porque la traducción de Lázaro es “Eleazar”, es decir, Dios le ayuda. ¿A quién ayuda Dios? Al que está olvidado. Aquí el rico personifica el uso injusto de las riquezas (sobre todo materiales) y el lujo desenfrenado y egoísta de satisfacerse a sí mismo sin tener en cuenta de ningún modo al mendigo que está a la puerta, que es Lázaro. El rico epulón es insensible ante Lázaro. Hoy, hermanos, esta Palabra nos invita a la conversión. Tantas veces somos insensibles ante el otro, ante el que pasa necesidad económica, necesidad de ayuda, necesidad de afecto. El rico acaba en el infierno en medio de tantos tormentos, porque el infierno es no amar. Por eso esta Palabra nos llama hoy a una verdad: el Juicio final. Dios nos ha entregado dones a través de la predicación, a través de la Iglesia; y nosotros tantas veces no hemos amado estos dones, los hemos tirado y hemos vivido para nosotros mismos. Y dice la Palabra: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios; y esto es muy importante porque hace presente la bendición, hace presente las bienaventuranzas, que son el Reino de Dios. El Señor nos llama a amar a los pobres, porque pobre eres tú y soy yo, y Dios levanta de la humillación a los pobres. El camino que nos muestra Jesús es seguirle a Él, el lujo desenfrenado y egoísta no te satisface, porque no da vida eterna. Hemos construido una sociedad de riqueza, de seguridad de nosotros mismos, seguridad en lo que poseemos; y Dios está poniendo en crisis toda la riqueza externa para que pongamos nuestra confianza solamente en Él, es decir, para que vivamos una vida plenamente humana unida a Cristo.
Por eso, hermanos, la primera Palabra, que es del Profeta Amós dice: ¡Ay de los que se fían de Sion!, es decir, los que ponen su corazón en las riquezas de este mundo. Y hemos respondido con el Salmo 145: “Él hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos, abre los ojos del ciego”. No hay peor ceguera que no ver el amor de Dios. ¿Qué nos aumenta la ceguera? El amor al dinero, a nuestras seguridades.
San Pablo a Timoteo nos dice lo mismo: “Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado”, le dice a Timoteo. Hemos sido llamados a la Vida Eterna. Hermanos, con tanta guerras que hay: las guerras de la familia, las guerras mundiales, las guerras regionalistas; se nos olvida que Dios nos ha dejado la Escritura, la Ley y los Profetas, ¿para qué? Para seguirle a Él, para saciar nuestra alma, nuestra ansia de eternidad. Las cosas no nos sacian, sino de Dios. Esta Palabra nos llama a todos a la conversión, a amarle sobre todas las cosas, y todos los santos son testigos de esta realidad que estoy diciendo: del amor de Jesucristo.
Ánimo, hermanos, yo los invito a través de esta Palabra a experimentar la vida eterna. Vamos camino del cielo, somos peregrinos hacia la tierra prometida. No pongamos nuestro corazón en la riqueza, en el lujo, donde nos engaña el demonio, sino en el amor, en la justicia y en Jesucristo.
Que el Señor te bendiga en nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao
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