El triunfo de las mayorías
Vicente Ugarte me hizo reflexionar sobre las diferencias entre el politólogo y el constitucionalista: el primero, describe el fenómeno político tratando de ser imparcial para descifrar sus raíces y proyectar sus consecuencias sin sujetarse a prejuicios ideológicos, mientras que el segundo analiza los hechos y trata de interpretarlos desde una perspectiva interesada y absolutamente prejuiciosa: los valores constitucionales son tributarios del liberalismo decimonónico, desconfiamos del poder y buscamos su contrapeso. Normalmente no seguimos la ruta de Carl Schmitt tratando de justificar al poderoso, nos inclinamos naturalmente por limitar al gobernante siguiendo a John Locke, pues sabemos que mientras más capacidad tenga de imponer su voluntad, más tentado estará de convertirse en tirano. Por ello, apostamos a la supremacía del Derecho y al fortalecimiento de las instituciones, y desconfiamos del carisma de los líderes y de su voluntad política.
Es lógico entonces que nos sorprenda el apoyo que Donald Trump y Boris Johnson vienen logrando. Ambos son temperamentales y actúan guiados por las necesidades emocionales de la mayoría de los electores, conectan con el ciudadano mejor que todos los soberbios políticos e intelectuales financiados por el establishment cultural que, confundido por la exitosa economía del republicano y la nueva mayoría absoluta del tory, opta por generar argumentos que no logran disimular su desprecio por las decisiones de las personas comunes, renunciando a explicar los sucesos a la luz de la racionalidad y objetividad.
Mientras los líderes izquierdistas radicalizan sus discursos alejándose de las clases medias y convierten sus programas electorales en catecismos a gusto de determinadas minorías sociales, Trump y Johnson se niegan a las modas y anuncian a sus ciudadanos que defenderán el empleo de los trabajadores, su tradicional forma de entender la vida y la economía de sus hogares disminuyendo sus impuestos, para que no sigan pagando las tarjetas de crédito de la burocracia dorada de Washington o Estrasburgo. Y claro, Bernie Sanders y Jeremy Corbyn aún no entienden por qué los obreros sindicalizados no están dispuestos a seguir pagando las hormonas al transexual ni el aborto libre a la universitaria; por qué el obrero de la Ford exige que regresen las fábricas a Detroit o el criador de ovejas de Lancashire detesta al Consejo de Europa que le ordena limitar su producción de lana. La democracia siempre terminará premiando a quien conecte con las necesidades de las mayorías. En todo caso, el mayor peligro es el poder que no proviene de las urnas y que no asume responsabilidad ante el ciudadano.