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El Vals de los Copos de Nieve

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Fecha Publicación: 05/11/2019 - 20:40
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Lo dijo de la música pero pudo decirlo de la vida. El autor del Vals de los Copos de Nieve, mucho más conocido como Cascanueces, y que niños y niñas han bailado sobre casi todos los escenarios del mundo, le escribió a Nadezhda en 1877 que la música no es ilusión sino revelación. Su fuerza avasalladora -señaló- radica en el hecho de revelarnos bellezas que en ninguna parte encontramos y cuya percepción no es transitoria sino perpetua reconciliación con lo que somos y lo que podemos ser.

Toda ilusión es un sueño, un castillo de luces y de torres que inexpugnablemente levantamos en el aire. Se proyecta como un haz desde nuestra desvalida memoria, desde el fondo de nuestro ser, desde la vastedad del alma. Simula ser la luz pero no es la luz que cae como una hilacha, sino la que se desborda como un torrente. Es un horizonte ubicuo que puede estar en cualquier lugar del cielo y que brilla con los colores del cenit. No es lo que es, sino lo que debiera ser. No es el apretado itinerario de las claridades y de las sombras, sino la ruta del sol que refulge como los dioses pero que no conduce a ninguna parte.

La revelación, en cambio, nos toca desde afuera. Somos lo que somos por lo que vimos y oímos en la mañana de nuestro plenilunio. Abiertos al misterio de la vida, podemos escuchar las voces de Adonai y confundirlas con la levedad o con el trueno. El universo se revela en la música como la historia en las cuevas de Altamira. El Vals de los Copos de Nieve refleja el sonido del shofar, el del muecín que llama a la oración que, a su vez, refleja el sonido de los ángeles. La vida es, cuando revela. Por eso los mitos explican el mundo y lo transforman. Por eso las religiones son revelaciones y sus libros no son textos sino atributos de Dios. Escrito está quiere decir: ha sido revelado.

Piotr Ilich Tchaikovsky, el niño de cristal, le puso música a un cuento de hadas que él seguramente hubiera querido escuchar en sus largas noches de alcohol, juego desenfrenado, tuberculosis y tristeza y que hoy suena como una hermoso réquiem en el Monasterio de Alejandro Nevski en San Petersburgo, en donde está enterrado junto a otros músicos famosos. Y en donde alguien podría preguntar frente a su tumba, lo que él le preguntó a su hermano lleno de angustia y de temor: ¿Y si resulta que Cascanueces es repugnante?

No sabemos lo que, en el fondo, sugiere ese vals, ese cuento de hadas y de príncipes, pero sí sabemos que es nuestro, sea cual fuere nuestra lengua y nuestra patria. Y que lo compuso alguien que, pese a todo, estaba en comunión con el universo y con la vida. Y que nosotros lo escuchamos. Nosotros que también queremos estar, pese a todo, en comunión con el universo y con la vida. En el violín, en la primorosa guitarra, en la zampoña, en el susurro. Copos de nieve que caen en nuestras manos como el maná en el desierto del Elim: granos que se parecen a la escarcha que el rocío dejó y que la tribu de Yhavé observa esperanzada. El amor se hace pan y los copos de nieve se disgregan. Los buscamos con prisa, con frenesí, con miedo porque sabemos que casi nunca caen desde este cielo color panza de burro. Una nube, sin embargo, se deja ver. Es la nube del buen amor que cubre fugazmente la ciudad para que suene la lluvia de ese vals y nunca escampe.