El vuelo de una mosca
La luz solar invadió la habitación. Después de una larga noche de copas, al regresar a casa, el cuerpo tambaleante no se dirige, es atraído –cual imán– a la cama, con tal determinación que ni las fuerzas ni el tiempo dan tregua para hacer cambios en la disposición de las cosas. A la mañana siguiente, los trastos y las trazas –incluso con las cortinas abiertas de par en par– daban noticia de dos cosas: la preeminencia del desorden y de una vida austera y solitaria.
No era primera vez que despertaba con la melancólica sensación de continuar durmiendo; así, el hoy se desvanece, pierde entidad, para dar paso al mañana que trae consigo el protocolo y dinámica laboral. Los feriados, para muchos, presentan diversas alternativas –familiares o amicales– para él, sin embargo, eran días de tedio, pálidos, sin sentido; sortearlos era tarea que lo dejaba exhausto, pues tenía que articular el no hacer nada con el paso del tiempo.
Tumbado en el sofá, mientras se apuraba en componer en su imaginación cómo sería el día, una mosca, haciendo un alto en su vuelo, se posó en el respaldar. Quedó absorto mirando cómo se frotaba las patas y se movía entre nerviosa e inquieta. De pronto, el insecto levantó vuelo, hizo giros en el aire y se aparcó en el respaldar del sofá. La siguió con la mirada, en espera del siguiente movimiento. La mosca desplegó sus alas y, como desafiándolo, descansó en su brazo. Casi instintivamente lo sacudió para sacársela de encima.
La mosca – como para despistarlo – describió con su vuelo una elíptica y se posó en la mano. La reacción inmediata fue matarla con la mano contraria. El insecto, con ligereza y agilidad, la esquivó. El golpe que se “autoinfligió” le molestó. La guerra estaba declarada. Se alzó del sofá y, con la cautela de un animal al acecho de su presa, fue en busca de un “arma” que la hiciera desaparecer. Con el “arma” entre las manos, esperó agazapado el momento de asestar el golpe. La mosca parecía intuir las intenciones y no se asomó. Mientras tanto, el tiempo transcurría inexorable. Tras la cortina, la divisó. De un gran salto, se puso frente a ella. Suavemente descorrió la cortina y se aprestó a dar el golpe de gracia.
El vuelo de la mosca fue más rápido que el zas del periódico. Las energías de la semana laboral se activaron. Movió y removió los cajones de su casa hasta que encontró el matamoscas que solía utilizar su padre. El reloj marcaba las horas. El acto de matar a la mosca se repitió varias veces sin éxito, primero por su velocidad extrema y luego porque en la primera de bastos, logró huir del apartamento. Él estaba pleno, sentía que sus días de tedio entraban a su fin. Comprendió que cuando hay un por qué también se encuentra el cómo realizarlo. Los buenos sentimientos por su familia, por sus amigos y por su patria renacieron. Y pensar que todo comenzó con el vuelo de una mosca.
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