Él
A pesar de los siglos y de las distancias, sigue siendo noticia aquí y en cualquier parte de este atribulado mundo. Nadie como él ha inspirado tantas cosas ni ha dado fuerza a tantos hombres y mujeres en sus diarias batallas. No importa que su iglesia -la que erigió sobre una piedra y que dos milenios transformaron en oro- lo haya negado más de mil veces y lo haya ignorado otras tantas.
No importa que su verdadera palabra haya caído en saco roto ni que sus gestos sean ahora como los de un cuento o una leyenda.
Nació en un establo, huyendo de la persecución de un rey. Vivió en un pueblo insignificante en donde trabajaba de carpintero. De ese pueblo, decían las autoridades y los políticos de la época: qué de bueno puede salir de allí. Él salió de allí y vivió como cualquiera hasta que le llegó su hora, la que estaba anunciada por los profetas.
En el establo en que a su madre le sobrevinieron los dolores de parto, humildes pastores y forasteros como él lo atendieron y arrullaron solo porque era el hijo de María y José. Tal vez alguno se acordó de él cuando lo crucificaron treinta y tres años más tarde, tal vez no. Lo cierto es que en esos días y, sin saberlo, esos benditos estuvieron en el Paraíso.
Dice la leyenda que tres grandes estrellas lo alumbraban y que llegaron tres reyes a presentarle sus respetos, como cuando se murió y se oscureció el cielo y tembló la tierra. Esa es la leyenda. ¿Cómo sería la realidad? No importa mucho, miles de años nos han enseñado que las diferencias son sutiles y muchas veces no existen.
Nada sabemos de su vida hasta que comenzó a predicar en las afueras de Jerusalén. Y aun así, pues los evangelios son un testimonio tardío e impreciso. Su muerte, en cambio, está documentada históricamente y sigue conmoviendo a las generaciones. Las palabras que dijo en la cruz reflejan, como nada, su drama personal y dan a su agonía un cariz de desesperación pero también de ternura. Como en el establo de Belén, lo acompañó su madre en el trance final del monte de la calavera. ¿Se acordaría ella del niño que amamantaba cuando le dieron a beber hiel y vinagre?
Su nacimiento, en nuestra cultura occidental, es sinónimo de paz y amor. Pero no son ellos los que representan estos tiempos de barbarie y de crueldad, sino la primera de las palabras que clamó más tarde en la cruz: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Sin embargo, nacer sigue, pese a todo, proyectando una esperanza. No nos queda si no aferrarnos a ella aunque sintamos el abandono y la soledad nuestros y ajenos y las culpas nos cubran en estas noches de villancicos que ocultan misereres y de misereres que algún día serán himnos de victoria.
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