En guerra
Hoy 08 de octubre pudo o debió ser el día de la última exhalación del vicealmirante AP Luis Giampietri Rojas, en el trance irreversible de la enfermedad que lo aquejaba hace un tiempo y que algunos conocíamos. Más que una coincidencia o azar del destino, hubiera representado el sello de justicia que la historia otorgaba a un héroe auténtico, cabal y cuyo uniforme de marino extendía la casi sesquicentenaria gloria de Miguel Grau Seminario.
No fue así ni tampoco el consenso alcanzado por el caballero de los mares en torno a su acción heroica. Como se sabe, un puñado de buitres políticos y traficantes de los derechos humanos entregó años a la causa de desacreditarlo frustrando la unanimidad. Y aunque no exista ese consenso, la mayoría del pueblo peruano – aplastante, libre y racional – acoge a Giampietri en el podio más alto de la patria. Sin duda alguna, ojalá más temprano que tarde, se cumplirá el pronóstico de Aldo Mariátegui: habrá monumentos, calles y películas de este hombre bueno y afable, como también decidido y valiente.
Y esto tendrá que ocurrir manteniendo muy claro el objetivo de aplastar la maquinaria de odio montada tras la caída del régimen de Alberto Fujimori, la cual – como unos pocos lo advertimos desde entonces – nunca buscó implementar justicia sino ejercer venganza cumpliendo primero el propósito de capturar las principales instituciones del Estado. Maquinaria aceitada cuya acción no provino de partidos políticos sólidos, masivos y combatientes consagrados por la voluntad popular, sino de las sombras fácticas de ciertas ONG, un sector de la prensa y el oportunismo de aventureros públicos como Martín Vizcarra, sujeto ad hoc para los fines más perversos.
Que no se confunda el tema de fondo. Toda sociedad democrática debe admitir puntos de vista divergentes en torno a hechos y personajes. Pero cuando aludimos al aparato del encono caviar o extremista, tocamos la fibra de una organización todavía presente en varios niveles de decisión de los poderes Ejecutivo y Judicial, el sistema electoral y el ministerio público que pugna por imponernos perspectivas únicas e incontrastables. Una de ellas la de relativizar la pesadilla terrorista de los 80-90 y volcar más bien el sentido de culpa a quienes nos defendieron de su proceder criminal.
En esa línea, Giampietri fue la piñata preferida de muchos mercenarios que no le perdonan el develamiento de la toma de El Frontón ni ayudar a la liberación de los rehenes de la residencia del embajador de Japón. Esos mercenarios lo quieren rehén por siempre, como intituló el libro que relata este episodio.
Defender el legado y la memoria de Luis Giampietri nos recuerda que los demócratas seguimos en guerra contra la misma lacra, los mismos buitres, los mismos traficantes bien rentados de los DD.HH. Y que esta guerra desatada por ellos necesita un solo vencedor si algo de paz y tolerancia auguramos para las futuras generaciones.
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